lunes, 26 de octubre de 2020

el color de estos días

 



Será que ya se acerca el día de muertos y el ambiente se va coloreando poco a poco de esos tonos que solo saben. Sí, colores y tonalidades que solo pueden ser nombrados a partir de sabores, pero también de aromas, y desde luego, de bruma y de reencuentros familiares. 

Ahora que las lluvias han cambiado de rumbos, me he dado a la tarea de regar mi jardín a media tarde. Y justo a esa hora es cuando se me ha revelado esta atmósfera tan anclada a la memoria. Mientras llevo cubeta a cubeta el agua al pasto, a los pequeños árboles de aguacate, a los alcatraces, y a los huesos de otros frutos, que se están llenando de humedad en la hortaliza en espera de explotar a la vida..., inhalo...

Y sí, huele al color del dulce  de calabaza. Huele a la gran ofrenda de mi abuela Ángela, quién esperaba siempre con la mesa llena a quienes venían de lejos, con sus petates y sus anécdotas de la vida después de la vida. Puedo imaginar a mi abuela frotándose las manos, sentada frente a su ofrenda, rezando, y con la mirada puesta en los detalles de su piso color rojo. 

Hace unos días soñé con mi abuelo paterno, Ángel. Estaba en su tienda, detrás del mostrador. En mi sueño me despedí y le  di  un beso en la mejilla, el dijo: ándale, cuídense. Esta atmósfera también huele al color de su casa. Ya que de niños, era el lugar al que llegábamos todos los primos para repartirnos lo que nos habían dado de calavera en las casas del pueblo (fruta, pan, tamales) y mi abuela nos daba café y el calor de la familia grande...

Este año no subiremos al panteón. Estará cerrado. Subir a alumbrar a nuestros muertos puede llevarnos a la muerte misma. Y éso, no les gustaría a los nuestros.

Ya regresaremos el otro año, con nuestras ceras, velas y veladoras a alumbrar la oscuridad de la vida-muerte-vida. Con nuestras flores color naranja y amarillo medio, alcatraces, nube, claveles y rosas a hacer la fiesta del duelo y recordarlos en familia. Y reencontrarnos con la familia, con los primos que se fueron del pueblo, con los amigos de la infancia, con los que ya no nos acordábamos que aún vivían, a saludar con gusto a los vecinos y beber con ellos a la salud de la vida y la muerte.

Ya se siente el color de los tamales, el atole y el café negro. Ya huele al color del poche y las chamarras gruesas para ir a las posadas (que no habrá) y los gritos de los niños al romper la piñata.

El color de estos días...




domingo, 26 de enero de 2020

Un vientre bello




Era un vientre bello, no demasiado grande, pero tampoco de esos mediocres que sólo son lonja gruesa. Le sentaba bien. No pretendía cubrirlo con el antebrazo o con el bolso, no, de hecho, cuando se reía, el vientre también reía, había complicidad, había armonía.
Cuando llegué a la pulquería lo primero que vi al entrar fue su espalda desnuda, ya que la tela color blanco satín con pequeñas flores magenta de su vestido de tirantes, iniciaba a partir del último tercio de la espalda, ya llegando a las caderas.
Tomé asiento y pedí un litro de blanco.
La mesa que ocupé era compartida con tres personas más, un anciano que se ayudaba con un par de muletas para arrastrar su pesado cuerpo, y que cada vez que tenía que orinar, empujaba la mesa haciendo peligrar las bebidas, los otros dos eran pareja, recién casados según platicaron al pasar de los tarros y los minutos.
Me gusta mirar. Mis ojos son manos de gigante. Llegan a distancias lejanas a mi cuerpo y aprisionan con fuerza las formas, volúmenes, colores y texturas. Mis ojos tienen ventosas que succionan los aromas, las esencias, los sabores. Mis ojos tienen cuchillas que diseccionan lo que miran, comparan las partes con el todo, y localizan las secciones áureas.
Al sentarme en la mesa contigua pude verla de perfil. Estaba acompañada de dos hombres y una mujer. La juventud aún era una corona para presumir en sus cabezas, reían y cantaban.
Mi mirada también es un perro que olfatea el celo, y ella sintió mi vaho sobre su cuello y sobre su hombro desnudo, y me miró.
El pulque me refrescaba deliciosamente. La tarde era calurosa.
Un grupo de tres mujeres hacía rato que pedían canciones a los norteños, cantaban fuerte, gritaban y reían enfiestadas de pulque y de vida.
Ésta pulquería es vieja, quizás tanto como el jefe que está encargado de lavar los tarros que se van desocupando. Su técnica es sencilla: en una bandeja tiene detergente disuelto en agua, toma una escobetilla y la sumerge allí, y hace movimientos rápidos, dos talladas adentro del tarro, dos afuera, sumerge el tarro en un bote grande que contiene agua y allí enjuaga a lo largo del día todo lo que se va desocupando, el tarro de la señorita y el tarro del compa que se vomitó tres veces. Y listo, a servir los nuevos pedidos.
La chica del vientre hermoso se levanta y camina al sanitario. Al fin la veo de cuerpo completo, y lo que es mejor, caminando por entre las mesas infestadas de bebedores.  Su andar es el palpitar de la tierra, mi mirada también es un sensor de movimientos y vibraciones minúsculas, su andar es volcánico.
Pido otro litro, aunque sé que tardarán mucho en atenderme, ya que la muda que sirve en las mesas es elitista, agria. Prefiere atender a los que vienen en grupo. Tuve que manotear y a cambio recibí una mueca.
El pulque es un líquido vivo, mi mirada lo ha visto mutar en los estómagos de los bebedores. A unos les ensortija el pelo, a otros les da fuerza y valentía, a otros los vuelve poetas o bailarines, a otros los convierte en ajolotes y se van a los canales, a respirar agua eternamente. Pero a ella, a la del vientre carnoso, aún no estoy seguro, es demasiado pronto. Por eso espero mi segundo tarro, para que el pulque me hable, para que mis ojos vean. Para saber si Mayahuel la reconoce como una de sus hijas, para ver como suda aguamiel, como se fermenta en ella y yo, pueda beberla con sed necia e insaciable.