sábado, 23 de marzo de 2019

Prófugos




Olisquear la cabellera, tallar un poco el cuero cabelludo con la punta de la nariz, así brota el aroma del shampoo y del sudor resguardado entre los rizos. Ese aroma combinado, justo ése es el que se queda en la memoria, el que se vuelve adictivo, el que mata. Puede también, dicho aroma, estar acompañado de los olores de cremas para el cabello, y del perfume rociado en la mañana frente al tocador, en la intimidad de la habitación.

     Y del cabello, la nariz de Santiago se dirigió a la garganta, que acarició con la boca y con la propia nariz. Allí el aroma del perfume fue mayor, la sensación táctil también cambió. La piel suave y caliente de ella, la respiración…
La cerveza oscura rebosaba ya en sus cuerpos, prácticamente una jornada laboral bebiendo. El tiempo, literalmente vuela.
Un par de meseros los observaban desde la sexta o séptima ronda. Las escenas calientes son su propina favorita.
Ella ya le había dicho a Santiago, -esos dos qué tanto miran-.
Llegó otra ronda de oscuras. Y llegarían dos o tres más aún…
Ya en la calle, los dos trastabillaban. Se sujetaban entre sí, reían a carcajadas.
Él olisqueaba nuevamente el cabello. -¿Qué tanto hueles?- le dijo ella
Nada, tu perfume. Me gusta.
Cruzaron con torpeza la calle. -¿Y ahora a dónde vamos?- Preguntó ella
-Vamos al Tlaquepaque, ¿no quieres?-... dijo Santiago.
Tomaron la mesa junto a la rockola. El lugar estaba casi lleno. A esa hora uno se integra al ambiente de manera inmediata, la gente está eufórica, saben que el día se ha ido, que no hay marcha atrás.
El Jarocho los saluda -¿Qué milagro?-, dice el mesero con su tono amable y generoso, abraza a Santiago con gran sonrisa.
Ella se dirige al baño. Él echa una moneda y elige tres canciones.
Cuando ella regresa los tragos están servidos. Santiago la mira, ella sonríe. Brindan por el año que se acaba, se besan, se atragantan con sus salivas abundantes. Él descansa su nariz en el hombro de ella y aspira con fuerza. –Ya estás bien borracho-, le dice ella…
Ni madres, ni madres, dice él con energía, estamos bien pinches borrachos tú y yo. Ella le toma la cara con las manos y lo besa suave.
La música le recuerda a él que esa es la canción que le quería dedicar, -escucha, escucha, esa es nuestra canción-, ella se incorpora, sonríe y pone atención.
Él le canta emocionado, le falla la letra en algunas partes, pero ella se mantiene atenta y sonriente.
Pagaron la única ronda y caminaron sobre Bolivar. Dieron vuelta en San Jerónimo, caminaron por sus rincones oscuros. Allí se detuvieron y les valió madre el mundo. La espalda de ella sintió la cortina de metal de algún negocio. Él le desabotonó la blusa satén y besó la piel de sus senos, ella se entregaba. Le quitó las bragas y se hincó bajo su falda, bebió de su carne, se batió el rostro.
Caminaron a la avenida principal, esperaron cinco minutos hasta que llegó el UBER que ella pidió.
Ya sé a qué hueles, le dijo él. Hueles a locura, a mar embravecido, a la desesperación del náufrago. Por eso te pertenezco.
El taxi se había marchado ya.