domingo, 3 de diciembre de 2023

Degollados

 

Hace una semana degollé al padre, esta mañana, al hijo.

El padre ya estaba viejo, pero peleó más, no renunció tan fácilmente hasta dar el último aliento. Estoy seguro de que amaba más a la vida, ya que había visto más amaneceres, cuya fría humedad matutina fue engrosándole la piel y la fuerza de voluntad. Desde que vio el afilado puñal dirigiéndose a su cuello comprendió que no habría más placeres por delante.

Cuando el hijo era pequeño, el padre lo miraba con una actitud parecida al orgullo, cuidó de él, y atestiguó su sano desarrollo y paulatino fortalecimiento, vaya, es la labor de todo padre. La cosa es que realmente creció y se hizo fuerte, incluso temerario.

El padre no sangró demasiado, arrojó una sangre prieta que coaguló casi de inmediato, sería por su edad, sería por su furia, o quizás por haber nacido en tierra caliente.

De un tiempo a la fecha, la relación entre ellos sufrió un drástico cambio, al padre empezó a incomodarle la idea de que el hijo representara una competencia. Él era el macho deslumbrante, gallardo, poderoso, cómo diablos es que su hijo podría pretender robarle espacio y canto. Así que, no reparó en darle golpizas escandalosas, vaya jaleo demencial.

En más de una ocasión el hijo salió huyendo al jardín, despavorido, lastimado, pasaba las noches afuera, en algún rincón, temeroso de la furia del padre.

Antes del amanecer irrumpían en el sueño de los vecinos, cada uno a su voz y bravura anunciaban la partida de la noche, el adiós a la frescura nocturna y sus lejanos destellos. Así fue por años, su canto hizo de este barrio un sitio alejado de la vulgaridad citadina.

El calor que emana de sus cuerpos degollados emite un vapor casi agradable, aún frente a tan funesto paisaje. Abrirlos para extraer sus entrañas verdosas, amarillo cadmio, rosa alizarina, azul Prusia, rojo indio…, vísceras que dieron oxígeno a esos bellos cantos.

Los últimos meses fueron los más caóticos, quizás ante el temor de tener que enfrentar a nuevos machos, jóvenes, torpes, impetuosos, con dorado plumaje, sí, seguro debido a ello, destrozaron cada huevo nuevo, apenas la gallina se levantaba del cajón, se atropellaban para ser el primero en partir el cascarón, poner fin a toda posibilidad de competencia, de sustituto, y, por si no fuera suficiente con ello, danzaban sobre los restos del gallo no nato, gritaban eufóricos y se mostraban listos para el apareamiento eterno.

El hijo se hizo más fuerte, se adueñó de los cortejos y sus placeres, el padre intentaba doblegarlo, pero ya no fue posible. Su tiempo se había ido…

Una mañana encontré al padre hundido en el interior de un bote, con la cabeza bajo las alas, casi muerto, con cuidado lo levanté y lo llevé al jardín, había perdido un ojo, una de sus alas ya no se sostenía con la fuerza habitual. Se puso de pie con dificultad, pero en breve retomó su lastimada gallardía, cantó su regreso a la vida, picoteó el pasto, bebió agua de una lata que le acerqué, fue a refugiarse a un rincón, allí donde el hijo solía hacerlo antes de doblegar a su padre.

Esta mañana, mientras desplumaba al hijo, ya no hubo belleza. Vaya, son animales de granja, eso queda claro, pero su plumaje era de una belleza incomparable, y su canto…