martes, 8 de octubre de 2013

Gasolina




En la esquina que forman la calle de Motolinia y la calle 5 de mayo, zona de tiendas de ropa, aparatos ortopédicos y ópticas; hay un grupo de gentes en torno a la orquesta de ciegos que cada tarde se instala frente a la cantina “la fuente”.
Parejas con ropas gastadas y tufo a sudor de media tarde, dan lecciones de coordinación en giros y demás movimientos tropicales. Al ritmo de salsas y cumbias convierten esta parte de la ciudad en un salón de baile al aire libre.
La música se escucha a dos cuadras de distancia. Siete integrantes brindan a los transeúntes ritmos escandalosos que dan personalidad a la ya de por sí frenética ciudad de México.
La voz principal pertenece a una mujer treintona, de dientes mal hechos, piel blanca y brazos pesados. Usa un vestido ligero con gran escote. Senos que se convierten en la referencia principal de la cantante, aún más que su ceguera y que la voz bien trabajada.
Jovita interpreta cada melodía gesticulando al límite, sus párpados temblorosos son arrítmicas persianas que a intervalos muestran pupilas muertas, natas babosas.
- imagínate..., que yo no soy yo, que soy el otro hombre que esperabas ver..., un amante improvisado, misterioso apasionado..., que te dio una cita, en este hotel...-
La baterista es otra cosa, mujer tuerta, raquítica, usa vestido blanco cuyos tirantes se deslizan hombros abajo al carecer de músculos que los sostengan. Marca el ritmo de forma perfecta, la tarola indica los tiempos de los giros, señala los movimientos más rápidos...
En su mayoría la gente se limita a observar, sólo cuatro parejas sacuden músculos y cabelleras. Se dejan guiar por sonidos y voz en penumbras. Todos quieren mirar a la cantante: sus grandes tetas, sus ojos muertos.
Un viejo mugroso cruza entre el público y eclipsa la figura de la vocalista al atravesarse frente a ella -son viejas putas, da lo mismo, todas son viejas putas-, y se reía. Terminó de cruzar y desapareció.
Un sujeto acomodado sobre un banco de bolero se toma un descanso, forma parte de la primera fila, localidad de lujo. No pierde tiempo, sus ojos que sí sirven, muerden palmo a palmo los senos de Jovita, es un tipo en transe. Hipnosis mamaria. Se frota la bragueta bajo el delantal grasiento y roído. Escupe al piso.
-buscabas lentes, micas, reparaciones..., ¿como qué buscabas amigo? Lentes, micas, reparaciones...” es un rumor permanente. Se te ofrecen folletos, propaganda, tarjetas de presentación. Todo a la vez. La ciudad es un cadáver del que brotan por millares gusanos y pus bajo un sol demasiado blanco.
Un puntapié cimbró el banco de dar bola, un moreno adolescente con camiseta sin mangas y cabeza rapada interrumpió el éxtasis del bolero –no mames picachú, ya estás de chaqueto con la pinche cieguita…, sus tetotas te traen bien pendejo-, terminó el moreno con una gran carcajada y le propinó un zape en la nuca.
Adán “el picachú” bolero hijo de invidentes, tras escupir nuevamente al pavimento, vuelve a depositar la mirada sobre los pechos de Jovita, así como miran los niños un gran pastel en los aparadores de la Ideal, saborea a distancia, imagina chupar, olfatear, sentir con las manos…
El verano calienta el pavimento y vuelve picosos los olores de las alcantarillas. El taquero de al lado gira el trompo de pastor, una masa de 50 kilos con carne y cebolla bañadas en salsa roja se cose lentamente ante la mirada de los presurosos transeúntes. Un viejo harapiento es echado a varios metros de distancia, el olor a orines fastidia el apetito de los clientes.
La pieza musical está terminando, Jovita sonríe y baila en su lugar…
-Imagina que soy tu mejor amante, hazme el amor y luego adiós…-
Los aplausos premiaron la interpretación, el grueso del público sigue su camino, algunos permanecen aún expectantes , no se permiten despreciar un show callejero o, no tienen a dónde ir, quizás esperan bailar un poco, conseguir una pareja momentánea, alargar la tarde...
Picachú se levanta y estira los brazos, rasca su cabeza, jala de un tirón la tela metida entre sus nalgas. Como si recordara de repente su oficio,ofrece bola a un oficinista que pasa junto a él, el hombre ni lo mira. Rasca su cabeza, escupe al piso, se aburre.
-cómo te haces pendejo...-, le grita otro joven que pasa apresurado dirigiendo un diablito cargado con bolsas negras, -vales verga pinche gordo...-
Picachú lo sigue con la mirada y entre dientes le mienta la madre..., -¿qué puto?- arremete el diablero, -nada-, Contesta tímido, se voltea y escupe al piso de mala gana.
Jovita anuncia la última tanda: ya estamos de regreso gente bonita, y con ésta nos despedimos, agradecemos de antemano sus aplausos y su cooperación, no sean tímidos y saquen a bailar a las damitas, primero Dios nos vemos aquí mañana a la misma hora y que Dios me los bendiga...
Adán se inquieta, vuelve a tomar asiento sobre su banco mugriento, enfoca y no pierde detalle, sabe que el sueño se acaba, son los últimos minutos del día en que podrá mirar ese cuerpo de ojos muertos. Los mira y recuerda cómo eran los de su madre: grandes y con un par de natas que impedían la entrada del mundo.
Los músicos y la cantante han terminado. Empiezan a desconectar el equipo, con manos hábiles enrollan cables al tiempo que platican, cierran estuches, bromean un poco. La calle queda vacía apenas se escucha la nota final.
Adán se levanta, duda y da unos pasos.
- Jovita, soy el Picachú...
-si, ya lo sé, ¿cómo estás Adán?, desde hace rato te escuché chambeando...
-ya terminaron ¿verdad?
-Así es manito, por hoy ya, mañana Dios dirá... ¿y a ti cómo te fue?
Picachú mira el dibujo del sostén bajo el vestido, mira la carne redonda, siente cómo su miembro se manifiesta bajo sus pantalones, no contesta nada, no escuchó la pregunta.
Jovita se voltea con movimiento brusco, ya no sonríe, y a tientas busca algo en el respaldo de una silla de plástico. -¿qué buscas Jovita? -
Picachú mira un sueter tirado a un costado de la silla, lo toma y se lo acerca a las manos. Recula y le dice -te ayudo a ponértelo-.
-no nada más dámelo...
Se huele las manos, el sueter huele a ella, a su dulce perfume. La erección gana sangre. Tiembla y enmudece.
- ¡vámonos Jovita!, grita un hombre mayor, se calza su sombrero y estira su bastón metálico. Los demás ciegos forman una fila, saben cual es su lugar en la formación, ella va en medio, detrás una gorda con una bolsa de mandado en la que ha de ir el dinero, un par de niños y todos los demás. Algunos con bastones y otros no.
Picachú los mira alejarse, se imagina formando parte de la comparsa, pero no.
Él, a diferencia de sus padres y sus hermanos puede ver bastante bien. Tiene en la memoria cada detalle de las líneas de la cantante en penumbras, la niña bonita de la cumbia, como la anuncian en el show.
Llega una camioneta con dos jóvenes y empiezan a cargar con los instrumentos, él se quita de allí, siente que estorba, le molesta la agilidad de los cargadores, la eficiencia con que cumple con su labor, se pega a la pared y los mira con el rostro duro.
Cuando aún vivía con sus padres gozaba de sus privilegios visuales, vouyerista innato. Derramó sus calostros seminales viendo a su padre montado sobre su madre, jadeantes bestias devorándose en penumbras de deseo, o cuando a su hermana mayor se bañaba a jicarazos, atestiguaba la labor del estropajo por cada rincón de ese cuerpo. Sabía deslizarse silencioso en ese mundo de miradas apagadas.
Su padre debió saberlo, y por eso lo echó -en esta casa tu no vas a ser el chingón, aquí el de los güevos soy yo, así que sácate a la chingada de aquí, que ni mi hijo eres. Seré ciego pero no pendejo-.
Picachú se rasca la nuca y se chupa las muelas, aún le queda el sabor del caldo de gallina que le invitó su primer cliente del día, un viejo dueño de una camisería en la calle de Victoria -sírvale uno de rabadilla a este hombre-, había ordenado generoso cuando el bolero daba por terminado su trabajo. De rodillas aún, Picachú le sonreía agradecido al viejo.
Observa a la comparsa de ciegos doblar en Madero, sabe que van a cenar al barrio chino. Allí algunos tienen sus cuartos, pagan muy poco por habitaciones en ruinas. Lo que más tienen son grietas y nidos de palomas. La orquesta de la niña bonita tiene por costumbre cenar en una fonda junto a las pollerías, precio especial en caldos y birrias.
Jovita vive con su madre y una criatura engendrada a la fuerza en la secundaria para ciegos. Se sabe que un conserje la siguió hasta la biblioteca de la ciudadela, esperó a que oscureciera y la metió entre los puestos de libros y películas a esa hora ya cubiertos con plásticos y trapos. Con una vez tuvo para que el conserje le sembrara un hijo que, para bien o mal, nació con los ojos inservibles.
Picachú deambuló por Madero, Carranza y Bolivar. De noche la clientela se extingue, ya no hay para qué tener los zapatos impecables. De no ser por algún dandy, nadie requiere ya de sus servicios. A esa hora más que ofrecer bola, ofrece cigarros sueltos y chicles. Va de cantina en cantina. Todos lo conocen, meseros y chicas, lava vajillas y taqueros. Saluda amigable y recibe la misma respuesta. Ése es su lugar, junto a las madres solteras que se fajan los vientres para meserear de noche, los cantineros que lo han visto todo, que nada les impresiona ya, los taqueros que le invitan un taco de surtida cuando lo ven olisqueado cerca del puesto. Se siente arropado, como una familia compuesta de parientes lejanos. Se queda en la entrada de un local y escucha alegre las canciones que la clientela programa en la rockola, se sabe varias y las tararea.
Ofrece su mercancía, los fumadores salen en grupo a la banqueta. La cosa va mejor que la boleada de todo el día. A cada cajetilla de cigarros le gana mucho dinero. Compra el paquete en la calle de Jesús María. Por eso a veces le dicen que no saben bien, que el tabaco está seco. Él no contesta, y tampoco entiende de eso, nunca ha fumado.
La madrugada es un antro abierto. Una vagina que espera a que la penetres con fuerza...
El Picachú siente cansancio, se recarga contra la pared sentado sobre la banqueta, mira desde abajo el ir y venir de la gente. Frota sus ojos y bosteza. Sus pensamientos se posan sobre la imagen de Jovita. Ya estará acostada, soñando. Pero antes seguro se bañó a jicarazos, tal como lo hacía su hermana. Imagina la escena, Jovita con la esponja enjabonada limpiando su cuerpo, ese que nunca ha visto, ese que ha sido tocado por manos desconocidas, que ha sido comido por las miradas de los hombres. Ya habrá secado su cabello, su entre pierna. Ya habrá untado crema en sus senos, los habrá sentido grandes y suaves...
Él respira hondo y se frota con fuerza el rostro, trata de quitarse el sueño que lo invade, pero también esas imágenes que no lo dejan trabajar tranquilo.
Se levanta del piso, escupe. Mira pasar a un grupo de oficinistas, tres hombres y dos mujeres, van en busca de más diversión nocturna. Se acerca y ofrece sus servicios: ¿bola jóvenes?
Lo miran y se ríen a carcajadas. No pueden parar. Se toman el estómago y se doblan de la risa. Una de las mujeres toma aire y dice: -¿no que tu hijo estaba en la escuela pinche José Luis?-
Picachú de pie y cargando su cajón los mira, se alejan riendo de felicidad.-si tiene tu carota de marrano pinche José Luis-, insiste la mujer escandalosamente.
Decide caminar sobre la calle de Uruguay rumbo a Isabel la Católica, por allí hay un par de cantinas. La calle está llena de autos. Los franeleros hacen un gran negocio, cobran 60 pesos por toda la noche. Una vez que la cuadra está llena, abandonan los autos y se van a otra calle a cazar clientes.
Mira a dos de ellos contando la morralla, muchas monedas de diez pesos, mojan algodones y se monean con gasolina, por eso tienen la piel de las manos reseca. Al fin lo miran.
-órale pinche gordo, ábrase a la verga-
-¿Andas buscando a la pinche cieguita? ¡a esta hora ya le están dando verga wey!..., se ríen e hinalan.
Él permanece inmóvil. Los conoce por apodo, uno de ellos nació cerca de la alameda, entre cartones y perros callejeros. Su madre estaba loca, después la mató el camión que ve en contraflujo sobre eje central, le apodan “el huevo” . Picachú lo mira directo, una mirada gris, como de animal muerto. -has paro huevo- murmura al franelero.
Se siguen riendo y juegan a cogerse como perros, -así puto, así se la están metiendo-.
Adán camina hacia ellos, el Huevo suelta  a su compañero y  agarra al Picachú de una oreja, lo sacude como si quisiera arrancársela, está a punto de chillar, suelta el banco y su mercancía, se soba la oreja lastimada. El Huevo moja algodón y le dice -órale Picachú, pero ya vete a chingar a tu perra madre-, Adán toma el regalo, se lleva la mano a la nariz e inhala con fuerza.
La noche es un árbol en llamas...