domingo, 26 de enero de 2020

Un vientre bello




Era un vientre bello, no demasiado grande, pero tampoco de esos mediocres que sólo son lonja gruesa. Le sentaba bien. No pretendía cubrirlo con el antebrazo o con el bolso, no, de hecho, cuando se reía, el vientre también reía, había complicidad, había armonía.
Cuando llegué a la pulquería lo primero que vi al entrar fue su espalda desnuda, ya que la tela color blanco satín con pequeñas flores magenta de su vestido de tirantes, iniciaba a partir del último tercio de la espalda, ya llegando a las caderas.
Tomé asiento y pedí un litro de blanco.
La mesa que ocupé era compartida con tres personas más, un anciano que se ayudaba con un par de muletas para arrastrar su pesado cuerpo, y que cada vez que tenía que orinar, empujaba la mesa haciendo peligrar las bebidas, los otros dos eran pareja, recién casados según platicaron al pasar de los tarros y los minutos.
Me gusta mirar. Mis ojos son manos de gigante. Llegan a distancias lejanas a mi cuerpo y aprisionan con fuerza las formas, volúmenes, colores y texturas. Mis ojos tienen ventosas que succionan los aromas, las esencias, los sabores. Mis ojos tienen cuchillas que diseccionan lo que miran, comparan las partes con el todo, y localizan las secciones áureas.
Al sentarme en la mesa contigua pude verla de perfil. Estaba acompañada de dos hombres y una mujer. La juventud aún era una corona para presumir en sus cabezas, reían y cantaban.
Mi mirada también es un perro que olfatea el celo, y ella sintió mi vaho sobre su cuello y sobre su hombro desnudo, y me miró.
El pulque me refrescaba deliciosamente. La tarde era calurosa.
Un grupo de tres mujeres hacía rato que pedían canciones a los norteños, cantaban fuerte, gritaban y reían enfiestadas de pulque y de vida.
Ésta pulquería es vieja, quizás tanto como el jefe que está encargado de lavar los tarros que se van desocupando. Su técnica es sencilla: en una bandeja tiene detergente disuelto en agua, toma una escobetilla y la sumerge allí, y hace movimientos rápidos, dos talladas adentro del tarro, dos afuera, sumerge el tarro en un bote grande que contiene agua y allí enjuaga a lo largo del día todo lo que se va desocupando, el tarro de la señorita y el tarro del compa que se vomitó tres veces. Y listo, a servir los nuevos pedidos.
La chica del vientre hermoso se levanta y camina al sanitario. Al fin la veo de cuerpo completo, y lo que es mejor, caminando por entre las mesas infestadas de bebedores.  Su andar es el palpitar de la tierra, mi mirada también es un sensor de movimientos y vibraciones minúsculas, su andar es volcánico.
Pido otro litro, aunque sé que tardarán mucho en atenderme, ya que la muda que sirve en las mesas es elitista, agria. Prefiere atender a los que vienen en grupo. Tuve que manotear y a cambio recibí una mueca.
El pulque es un líquido vivo, mi mirada lo ha visto mutar en los estómagos de los bebedores. A unos les ensortija el pelo, a otros les da fuerza y valentía, a otros los vuelve poetas o bailarines, a otros los convierte en ajolotes y se van a los canales, a respirar agua eternamente. Pero a ella, a la del vientre carnoso, aún no estoy seguro, es demasiado pronto. Por eso espero mi segundo tarro, para que el pulque me hable, para que mis ojos vean. Para saber si Mayahuel la reconoce como una de sus hijas, para ver como suda aguamiel, como se fermenta en ella y yo, pueda beberla con sed necia e insaciable.