miércoles, 11 de julio de 2012

Castidad mancillada

   
 Por aquél entonces vivía en el Hotel Señorial...
Diminuto cuarto de hotel, de piso gastado y baño con sarro, que antes de convertirse en pensión, funcionó durante décadas como hotel de paso. Su ubicación, frente a la plaza de las Vizcainas, cerca de el cabaret Casablanca y también junto a un par de tugurios con pasarela y tubo, garantizaron un flujo constante de parejas batidas en ebriedad y lujuria, de esas que jamás se quedan con las ganas, y rematan la parranda cogiendo a pelo sobre las camas de metal del ya mencionado sitio.
Justo en la época en que inició un proyecto de recuperación del Centro Histórico, un empresario compró el edificio y lo convirtió en pensión para estudiantes, y así corrió la noticia en la Academia de San Carlos, en el Claustro de Sor Juana, escuelas del INBA y otras. Cuando me registré en la recepción, mostré mi credencial y tira de materias del curso que acababa de abandonar y al cuál jamás regresaría. Me instalaron en el 323.
Vivir en el centro, y específicamente en la esquina de Eje Central e Izazaga hasta hace ocho años, no era vivir en el sitio recuperado de estos días. No había tanto jovencito de chancletas y gafas Ray ban paseando a sus perros de raza con nombres cool. No había Metrobús, tampoco calles peatonales, ni estacionamientos para bicicletas. Lo que si había era basura en cada esquina, dichos montículos hediondos eran los únicos vigías nocturnos; algunos perros sin dueño olfateando, buscando abrigo entre los cartones. Sólo Madero y 5 de Mayo estaban medianamente iluminadas. Los borrachos que te encontrabas eran oficinistas con la corbata desecha, empleados de la zona, nobles parroquianos, gringos viejos. De madrugada podías mearte discretamente contra los semáforos  sin temor a que alguien se escandalizara y oprimiera el botón de pánico y te cayeran encima tres patrullas para remitirte a la agencia de Pino Suárez. En las rockolas no había la opción de tocar a Reyli o a Radio Head.
La Ciudad te ofrecía sus senos de puta vieja, chupeteados y olorosos. Una Puta consentidora que te decía ¿cuánto traes? pues va, con eso la armamos...
Sólo había un Salón Corona, con sillas madreadas y con cerveza más oscura. Las casetas telefónicas estaban rotas, era un pedo encontrar una que sirviera para llamar a las tres de la mañana, para tirar un cable a tierra, para pedir un paro. Cada timbrazo era un SOS en clave Morse, pero nada, nadie.
Había abandonado todo. El tantas veces escuchado -a chingar a su madre-.
¿Alguna vez has sentido que te viene una eyaculación tipo tsunami y tu pareja te dice -espérate-, y se zafa y sólo quiere que la abraces? y te quedas como un imbécil que no quiere abrazar a nadie, que sólo quiere escupir toda la leche, y entonces te vas al baño a sacarte todo el veneno, mientras ella se siente sola y abandonada...
Eso fui aquellos días, pero sobre todo, aquellas noches: un tipo que perdió la corona de campeón y decidió largarse, no sin antes prenderle fuego al reino, no sin sacrificar a sus caballos, destrozar los caminos de ida y vuelta, y no sin soltar langostas sobre sus campos. Si, a chingar a su madre.
¿A dónde más podía irme? La Puta vieja me recibió con su sonrisa chueca, se sacó una teta y me dijo: Chupa, lame, goza..., la primera ronda va por la casa.