Ya desde una
cuadra antes de llegar, huele a fermento. La banqueta guarda restos de baba
agria y viscosa.
Entré a eso de las cuatro de la tarde, encontré una mesa
ocupada por un solo bebedor, le pregunté por mero trámite si me podía sentar,
él dijo que sí con una sonrisa chimuela y la cara colorada. Recargué la espalda
contra el muro, y así, mi vista fue justo frente a la barra y la pantalla de
televisión.
El lugar lleno como es costumbre en días sábados. La mesa de
al lado, un grupo de 8 o 9 personas, ya con la alegría asentada en sus
barrigas, le gritaban ¡puto! Al amigo que, recargado en la rockola, acababa de
poner “hasta que te conocí”, del Divo de Juárez, éste reía y se acomodaba el
pantalón de mezclilla. En la barra, una fila de 6 personas o más aguardaba su turno
para pedir su pulque curado. Que más que ser curados, en realidad son licuados
de pulque con fruta u otros ingredientes que se preparan al momento, la fama
del lugar ha superado los típicos tres curados de día, obligando con ello, a
los dueños a ser más rápidos y complacientes, dejando de lado la tradición.
Junto a la puerta de entrada, los norteños ocupan una mesa.
Son tres hombres mayores que por ahora descansan y se alimentan con un pollo
rostizado y tortillas. Miran entrar y salir a los clientes. Preparan su entrada
musical. Mastican, beben y escupen sobre el aserrín. Nada de lo que hay aquí
les sorprende. El más viejo mira con desgano la televisión.
La clientela podría dividirse en especies o clanes : por un
lado tenemos a los pulqueros de la zona, señores mayores y otros que no lo son
tanto. Beben porque es necesario. Pulque blanco, tarros de a litro que se van
en 5 minutos, sujetos que han estado allí antes de los licuados de pulque con
galleta. Con gorra de comex, zapatos con yeso, y ojos amarillos.
Otros son los exploradores nacionales y extranjeros, desde
que entran los reconoces. La sonrisa en su rostro y la cámara del celular
disparando a todos lados, se agrupan y buscan un lugar seguro, no lo
encuentran. Se agrupan, sonríen, disparan su cámara y miran a todos lados.
Observan las gorras de comex de la misma manera que ven al elefante en el
zoológico moviendo su trompa. Esperan que alguien los lleve a una mesa, las
mujeres buscan el sanitario y regresan avergonzadas. Todo huele a vómito, o
¿será que así huele el pulque?...
Piden un licuado de mamey, o de piña coco.
La tercera especie son los burócratas. En grupos de tres,
cuatro o en parejita. Las mujeres de tacón y los hombres de tenis o zapato
casual. Ellas y ellos con hermosos vientres, se sientan sobre bancos chuecos,
ponen sus bolsos sobre otros bancos o en las rodillas. Compañeros de trabajo,
amigos, amantes y grupos de chicas.
Mucha clientela, como dije al principio. La doña que ayuda
en las mesas no se daba abasto. La llamé, me miró y se fue a otra mesa, la
numerosa. No quise ir a la barra, mi banco hubiera desaparecido. Así que
esperé.
El compañero de mesa terminó su tarro y sacó unas monedas,
le gritó a un sujeto que estaba llevando cubetas con agua al baño: ¡cuñado!, y
le mostró las monedas, el cuñado fue a la mesa y tomó el tarro y el dinero. Le
pedí un litro de blanco, tardó más de diez minutos en volver con mi tarro
rebosante de pulque.
La rockola sonó nuevamente, José José golpea la costilla
rota, el orgullo perdido. Los de la gran mesa aúllan y ahora le gritan ¡pinche
puto! al encargado de depositar las monedas, él ríe y se va al baño.
Bebo despacio, ahora estoy sólo, ya no hay bancos, en un
descuido te desvalijan la mesa. Los que llegan me miran, avanzan a mi mesa
ilusionados, pero no hay dónde sentarse.
Frente a mí, hay una mesa con una pareja de enamorados, de cuerpos
anchos, se abrazan y besan con verdaderas ganas. Junto a ellos, tres mujeres
jóvenes beben en tarros de medio. Las tres visten de negro, sonríen mucho,
están pasándola bien. Una de ellas, la más delgada tiene en el rostro una
calcomanía, justo debajo del ojo derecho. Me doy cuenta de que es el relámpago
de David Bowie. Se me hace familiar, caigo en la cuenta de su parecido con
Rubí, de quién hace casi 11 años no sé nada, pero cuyo recuerdo se mantiene
firme como su carácter, mira que citarse con un desconocido en el corazón del
país para ir beber a la cantina el Nivel, sólo porque le gustaron mis pinturas
colgadas en metro chabacano…
Pero bueno, esta es otra chica flaca, pálida, de ojeras
bolsudas, ojos grandes y cabellos negros como cuervos.
Ya sabe que la observo, pero en realidad no le importa. Toma
el tarro con la firmeza de su delgada muñeca, bebe tragos largos y sonríe a sus
amigas. Pero yo, empiezo a sentir el toque mágico del fermento dionisiaco, y
miro sus botas negras embarradas de aserrín, sus pequeñas orejas, sus cejas
gruesas, su rayo de Bowie bajo el ojo derecho, sus hombros delgados y el
tatuaje de estrellas que se asoma por el brazo izquierdo.
Esta pulcata se llama el templo de María, la frecuento hace
algunos años, pero hasta hace poco me he enterado el porqué de su nombre. Ese
nombre lleva la hija menor de quién inició el negocio, María.
La recuerdo a sus quizás 16 años, bajaba al pueblo y a veces
entraba a mi videoclub y compraba un helado, acompañada de una chica de su
misma edad. Yo no sabía quién era, pero me impactaba el color de sus ojos
verdes y el cómo contrastaban con la palidez de su rostro. Yo entonces no bebía,
ni conocía de pulquerías, ni cantinas, pero de José José, sí. La nave del
olvido es una en la que se viaja desde la cuna…
El pulque arrulla, asienta el alma, fermenta el recuerdo…