Hay un hombre sentado en una mesa de cantina. La cantina es como cualquier otra, con mesas viejas, pisos de mosaico barato, con letreros que anuncia precios de bebidas y la botana del día.
Al hombre le han servido una trago de ron, lo tomó entre sus manos, y lleva cerca de una hora observando el vaso. Por momentos toma el trago y lo agita suavemente, como preparándose para beberlo, pero vuelve a dejar el vaso sobre la mesa. El cantinero lo mira con desconfianza, es el único cliente que ha llegado esta mañana. Piensa que si algo anduviera mal con el trago, el hombre ya lo hubiera llamado.
El cantinero enciende el televisor para distraerse y olvidar al hombre. Su presencia lo ha incomodado.
El hombre no hace más que seguir allí, contemplando el vaso y la nada. Ahora ha extendido sus palmas entre el vaso y su rostro, las mira como si no las conociera. Observa los surcos profundos y su ramificaciones que van de lado a lado y algunos hasta los dedos. Alguien le dijo una vez, que los surcos de las manos cuentan la vida de las personas, la fortuna y la tragedia.
-mis manos no tiene lugar para más cicatrices, murmura para sí.
El cantinero recoge las monedas que ha dejado el hombre sobre la mesa, junto a su trago intacto.
Los demonios de la ebriedad
Hace 1 semana