sábado, 16 de julio de 2011

Papalotes negros


Un hombre nada mar adentro.

Inició mojándose los pies. Parado de espaldas a las montañas miraba el imponente oleaje y la lejanía infinita. La sal y la arena se deslizaban por entre sus dedos y sus tobillos, como cálidas serpientes inofensivas.

Miró el origen distante del oleaje que llegaba a la orilla, a veces manso, a veces derribando puertas. Mar cambiante, temperamento según el clima.

Cada pequeña ola ablanda el piso y el pie se hunde. El hombre da un par de pasos al frente. Escapa de la pequeña trampa de arena. Gana valor.

El mar ahora moja su torso. Se ha adentrado. Recibe golpes de olas mansas sobre el pecho. Las primeras le provocan desconcierto, pero casi de inmediato aprende a recibirlas sin que el agua invada sus fosas nasales. El hombre limpia sus párpados y el sabor salado incursiona en sus papilas. No pasa nada, se dice a sí mismo.

Siluetas de albatros contrastan en la claridad del cielo. Agudos graznidos confirman el fluir de su sangre. Él los mira, parecen papalotes negros.

El hombre extiende los brazos, realiza los ejercicios aeróbicos de calentamiento: abrir-cerrar, abrir-cerrar. Ahora se para de puntas, el agua traza una línea divisoria entre los hombros y el resto del cuerpo. Una esfera diminuta es lo único que asoma sobre el ondulante mar. Despojo a la deriva. Siente que ahora es más ligero, al menos así le parece. Juega a patalear, a llenar su tórax de aire, a capotear algunas olas.

El mar es paciente con los ingenuos, pero siempre impredecible.

Bracea, y los músculos reconocen la resistencia del agua, hay que tener ritmo. Escuchar al oleaje, comprender sus compases. Respira, aprieta los labios, luego escupe. Sumerge la cabeza y entonces, entre abre los ojos, un azul turbio es todo lo puede ver. Saca la cabeza. Al fin puede decir que fue bañado por el mar. Estira el pie y ya no hay nada. Tantea como ciego. Los ojos sienten basuras, frota sus párpados. No hay piso, flota, el corazón bombea.

Limpia sus fosas nasales y respira casi concentrado. El cuerpo sabe cuando hay que estar en condiciones.

El hombre nada mar adentro. Está decidido, apenas se ha alejado unos metros de tierra firme. Voltea hacia la orilla, se percata de su mínimo avance. Regresa a lo suyo. Siente deslizarse bajo sus pies alguna corriente de agua fría. Bracea, respira, bracea, prueba la sal, respira.

Su cuerpo es un leño a la deriva, su avance es imperceptible. A él le parece que ha nadado durante horas, pero está consiente de que no es así. Sabe que la angustia hace que los minutos sean largos. Aunque se ha envalentonado, el temor crece en su interior, es un vacío que carcome todo lo que encuentra a su paso.

El mar lo arrastra por la bahía.

Busca en el cielo la ubicación de los albatros: Se han ido. Tampoco hay nubes.