lunes, 22 de julio de 2019

Reseña de exposición pictórica Instinto-Instante


Instinto.Instante

      
      Lo primero que salta a la vista al enfrentarnos con la obra de Marco Solares (Ciudad de México, 1973) es su poderío. Es una obra a todas luces poderosa. No es sutil, no pretende enmascarar la lengua salvaje del inconsciente con modas artísticas o complacencias para los tibios críticos del arte. No.
     Muy al contrario, frente a sus cuadros asistimos, como decía el poeta, a una especie de sueño dirigido. A través de sus personajes –él mismo, mujeres en atmósferas oníricas, sus más profundas pesadillas- navegamos por un universo que abarca el dolor, el erotismo, el humor, lo grotesco y el amor. 
   Personajes que se nos revelan como una parte de nosotros mismos, una especie de extremidad perdida hace tiempo y que sentimos otra vez al momento de observar su obra que abre una llaga en esa parte irracional que nos habita y que relegamos al fondo de la covacha de nuestra, muchas veces, mediocre cotidianidad.
     Sus musas heridas, sus autorretratos, sus nahuales y esos seres que flotan mutilados en la serie llamada tercer piso, hacen un llamado a esa zona nuestra que vivimos a la hora del sueño, del sexo o del miedo, primitiva como la risa o el llanto. Trazos salvajes enmarcados en “Instinto-Instante”, exposición que nos permite, como frente a un espejo oculto, asomarnos a nuestros más secretos lobos interiores.
    Que se llenen las copas de vino, y que suene el cristal, estimado espectador, para celebrar la obra de Marco Solares, que, con un profundo sentido humano, pone frente a tus ojos una exposición para brindar. Salud.

                                                                                                 
 Luis García
desde Playa del Carmen, 2019.
          




Hombre del 3er piso I

Hombre del 3er piso II

Tormenta

La Maga

Luchador Zen

Pulsiones

La parvada

Cazador de nubes

El Vigía, Nahual I

Batallas, Nahual II

Resurrección, Nahual III

Muerte azul (fiesta de las decapitaciones)

Racimo (fiesta de las decapitaciones)

Volcán ( fiesta de las decapitaciones)

Encrucijada

Flores rojas

La noche era púrpura y mortal

Adolescencia de Venus

Alóndra acuática

Amanece

Instante

Mujer tortuga

Delicious

Naturaleza Homicida




sábado, 13 de julio de 2019

Fermentos


     



     Ya desde una cuadra antes de llegar, huele a fermento. La banqueta guarda restos de baba agria y viscosa.
Entré a eso de las cuatro de la tarde, encontré una mesa ocupada por un solo bebedor, le pregunté por mero trámite si me podía sentar, él dijo que sí con una sonrisa chimuela y la cara colorada. Recargué la espalda contra el muro, y así, mi vista fue justo frente a la barra y la pantalla de televisión.
El lugar lleno como es costumbre en días sábados. La mesa de al lado, un grupo de 8 o 9 personas, ya con la alegría asentada en sus barrigas, le gritaban ¡puto! Al amigo que, recargado en la rockola, acababa de poner “hasta que te conocí”, del Divo de Juárez, éste reía y se acomodaba el pantalón de mezclilla. En la barra, una fila de 6 personas o más aguardaba su turno para pedir su pulque curado. Que más que ser curados, en realidad son licuados de pulque con fruta u otros ingredientes que se preparan al momento, la fama del lugar ha superado los típicos tres curados de día, obligando con ello, a los dueños a ser más rápidos y complacientes, dejando de lado la tradición.
Junto a la puerta de entrada, los norteños ocupan una mesa. Son tres hombres mayores que por ahora descansan y se alimentan con un pollo rostizado y tortillas. Miran entrar y salir a los clientes. Preparan su entrada musical. Mastican, beben y escupen sobre el aserrín. Nada de lo que hay aquí les sorprende. El más viejo mira con desgano la televisión.
 La clientela podría dividirse en especies o clanes : por un lado tenemos a los pulqueros de la zona, señores mayores y otros que no lo son tanto. Beben porque es necesario. Pulque blanco, tarros de a litro que se van en 5 minutos, sujetos que han estado allí antes de los licuados de pulque con galleta. Con gorra de comex, zapatos con yeso, y ojos amarillos.
Otros son los exploradores nacionales y extranjeros, desde que entran los reconoces. La sonrisa en su rostro y la cámara del celular disparando a todos lados, se agrupan y buscan un lugar seguro, no lo encuentran. Se agrupan, sonríen, disparan su cámara y miran a todos lados. Observan las gorras de comex de la misma manera que ven al elefante en el zoológico moviendo su trompa. Esperan que alguien los lleve a una mesa, las mujeres buscan el sanitario y regresan avergonzadas. Todo huele a vómito, o ¿será que así huele el pulque?...
Piden un licuado de mamey, o de piña coco.
La tercera especie son los burócratas. En grupos de tres, cuatro o en parejita. Las mujeres de tacón y los hombres de tenis o zapato casual. Ellas y ellos con hermosos vientres, se sientan sobre bancos chuecos, ponen sus bolsos sobre otros bancos o en las rodillas. Compañeros de trabajo, amigos, amantes y grupos de chicas.
Mucha clientela, como dije al principio. La doña que ayuda en las mesas no se daba abasto. La llamé, me miró y se fue a otra mesa, la numerosa. No quise ir a la barra, mi banco hubiera desaparecido. Así que esperé.
El compañero de mesa terminó su tarro y sacó unas monedas, le gritó a un sujeto que estaba llevando cubetas con agua al baño: ¡cuñado!, y le mostró las monedas, el cuñado fue a la mesa y tomó el tarro y el dinero. Le pedí un litro de blanco, tardó más de diez minutos en volver con mi tarro rebosante de pulque.
La rockola sonó nuevamente, José José golpea la costilla rota, el orgullo perdido. Los de la gran mesa aúllan y ahora le gritan ¡pinche puto! al encargado de depositar las monedas, él ríe y se va al baño.
 Bebo despacio, ahora estoy sólo, ya no hay bancos, en un descuido te desvalijan la mesa. Los que llegan me miran, avanzan a mi mesa ilusionados, pero no hay dónde sentarse.
Frente a mí, hay una mesa con una pareja de enamorados, de cuerpos anchos, se abrazan y besan con verdaderas ganas. Junto a ellos, tres mujeres jóvenes beben en tarros de medio. Las tres visten de negro, sonríen mucho, están pasándola bien. Una de ellas, la más delgada tiene en el rostro una calcomanía, justo debajo del ojo derecho. Me doy cuenta de que es el relámpago de David Bowie. Se me hace familiar, caigo en la cuenta de su parecido con Rubí, de quién hace casi 11 años no sé nada, pero cuyo recuerdo se mantiene firme como su carácter, mira que citarse con un desconocido en el corazón del país para ir beber a la cantina el Nivel, sólo porque le gustaron mis pinturas colgadas en metro chabacano…
Pero bueno, esta es otra chica flaca, pálida, de ojeras bolsudas, ojos grandes y cabellos negros como cuervos.
Ya sabe que la observo, pero en realidad no le importa. Toma el tarro con la firmeza de su delgada muñeca, bebe tragos largos y sonríe a sus amigas. Pero yo, empiezo a sentir el toque mágico del fermento dionisiaco, y miro sus botas negras embarradas de aserrín, sus pequeñas orejas, sus cejas gruesas, su rayo de Bowie bajo el ojo derecho, sus hombros delgados y el tatuaje de estrellas que se asoma por el brazo izquierdo.
 Esta pulcata se llama el templo de María, la frecuento hace algunos años, pero hasta hace poco me he enterado el porqué de su nombre. Ese nombre lleva la hija menor de quién inició el negocio, María.
 La recuerdo a sus quizás 16 años, bajaba al pueblo y a veces entraba a mi videoclub y compraba un helado, acompañada de una chica de su misma edad. Yo no sabía quién era, pero me impactaba el color de sus ojos verdes y el cómo contrastaban con la palidez de su rostro. Yo entonces no bebía, ni conocía de pulquerías, ni cantinas, pero de José José, sí. La nave del olvido es una en la que se viaja desde la cuna…
El pulque arrulla, asienta el alma, fermenta el recuerdo…

sábado, 23 de marzo de 2019

Prófugos




Olisquear la cabellera, tallar un poco el cuero cabelludo con la punta de la nariz, así brota el aroma del shampoo y del sudor resguardado entre los rizos. Ese aroma combinado, justo ése es el que se queda en la memoria, el que se vuelve adictivo, el que mata. Puede también, dicho aroma, estar acompañado de los olores de cremas para el cabello, y del perfume rociado en la mañana frente al tocador, en la intimidad de la habitación.

     Y del cabello, la nariz de Santiago se dirigió a la garganta, que acarició con la boca y con la propia nariz. Allí el aroma del perfume fue mayor, la sensación táctil también cambió. La piel suave y caliente de ella, la respiración…
La cerveza oscura rebosaba ya en sus cuerpos, prácticamente una jornada laboral bebiendo. El tiempo, literalmente vuela.
Un par de meseros los observaban desde la sexta o séptima ronda. Las escenas calientes son su propina favorita.
Ella ya le había dicho a Santiago, -esos dos qué tanto miran-.
Llegó otra ronda de oscuras. Y llegarían dos o tres más aún…
Ya en la calle, los dos trastabillaban. Se sujetaban entre sí, reían a carcajadas.
Él olisqueaba nuevamente el cabello. -¿Qué tanto hueles?- le dijo ella
Nada, tu perfume. Me gusta.
Cruzaron con torpeza la calle. -¿Y ahora a dónde vamos?- Preguntó ella
-Vamos al Tlaquepaque, ¿no quieres?-... dijo Santiago.
Tomaron la mesa junto a la rockola. El lugar estaba casi lleno. A esa hora uno se integra al ambiente de manera inmediata, la gente está eufórica, saben que el día se ha ido, que no hay marcha atrás.
El Jarocho los saluda -¿Qué milagro?-, dice el mesero con su tono amable y generoso, abraza a Santiago con gran sonrisa.
Ella se dirige al baño. Él echa una moneda y elige tres canciones.
Cuando ella regresa los tragos están servidos. Santiago la mira, ella sonríe. Brindan por el año que se acaba, se besan, se atragantan con sus salivas abundantes. Él descansa su nariz en el hombro de ella y aspira con fuerza. –Ya estás bien borracho-, le dice ella…
Ni madres, ni madres, dice él con energía, estamos bien pinches borrachos tú y yo. Ella le toma la cara con las manos y lo besa suave.
La música le recuerda a él que esa es la canción que le quería dedicar, -escucha, escucha, esa es nuestra canción-, ella se incorpora, sonríe y pone atención.
Él le canta emocionado, le falla la letra en algunas partes, pero ella se mantiene atenta y sonriente.
Pagaron la única ronda y caminaron sobre Bolivar. Dieron vuelta en San Jerónimo, caminaron por sus rincones oscuros. Allí se detuvieron y les valió madre el mundo. La espalda de ella sintió la cortina de metal de algún negocio. Él le desabotonó la blusa satén y besó la piel de sus senos, ella se entregaba. Le quitó las bragas y se hincó bajo su falda, bebió de su carne, se batió el rostro.
Caminaron a la avenida principal, esperaron cinco minutos hasta que llegó el UBER que ella pidió.
Ya sé a qué hueles, le dijo él. Hueles a locura, a mar embravecido, a la desesperación del náufrago. Por eso te pertenezco.
El taxi se había marchado ya.