Aún no empezaba la primavera, pero la ciudad ardía desde
hacía ya tres semanas. Los termómetros reportaban máximas de 32 grados, pero a
bordo del transporte público esto era superado con creces.
Rebasados los 9 millones de habitantes capitalinos, y con
la afluencia de quienes vienen por ocho horas a trabajar desde los estados
circundantes, los andenes y paraderos del transporte público son ruidosos
hormigueros devorando migajas de galleta con forma de ciudad.
Hordas de trabajadores, amas de casa y estudiantes luchan
cuerpo a cuerpo para entrar al vagón, se despeinan, rompen sus ropas y calzado
sin intención de dañar a nadie, y sin embargo sucede. He visto peleas a las
6:30 de la mañana, cuando cientos de desmañanados, con ojeras, cabello mojado,
y con el estómago vacío no toleran el tropiezo o el jaloneo de mochila, pero a
pesar de ello, siempre se escucharán los gritos llamando al orden: Ya cálmense
cabrones, todos vamos al jale…
Y así, cada mañana, y también cada tarde, las hordas de
murciélagos regresan a sus madrigueras huyendo del sol siniestro.
Hombres y mujeres dormitan de pie a falta de asientos
disponibles, poco espacio, no queda posibilidad para marcar límites entre
cuerpo y cuerpo.
El conductor de este viaje vespertino debe odiar al mundo,
parece que quiere volcarnos y así reducir el número de habitantes. Somos
sobrevivientes, hemos aprendido a soportar la asfixia, a aferrarnos a los
pasamanos, y a mantener la calma.
Los que no dormitan, observan videos en su celular, usan
audífonos atornillados a sus orejas, desaparecen en tanto llegan a su destino.
Esta tarde he estado observando a una pareja de mediana
edad, están justo al centro de los dos trozos de camión, ella, recargada contra
el acordeón plástico, él, tomado del pasamanos lateral, casi rodeando el cuerpo
de ella, quien lleva una blusa con los hombros desnudos, se acomoda el cabello
y sonríe, él se aproxima y solloza en su oído, besa su hombro, cierra los ojos,
ella suspira, él agita un folder frente a ella a manera de abanico, ambos sudan.
Ahora ella susurra al oído de él, el ríe con fuerza, ella le tapa la boca y lo
regaña con la mirada de sus ojos brillantes, él toma un mechón de su cabello,
lo alacia, admira su tersura, su brillo, para luego colocarlo con cuidado sobre
el hombro desnudo.
Hay ciudades dentro de la ciudad de México, ciudades que
transitan, ciudades nómadas. Todo sucede aquí, a bordo. Gente leyendo, otros
dormitando o de plano en sueño profundo, hay quienes miran series en su
celular, videos de todo tipo, quienes aprovechan para comer lo que sobró en su
toper, quien compró una torta o cacahuates, los he visto bebiendo para seguir
la fiesta, o para sobrevivir a la borrachera de la noche anterior, también he
visto a quienes lloran leyendo mensajes de texto, a quienes indagan en la vida
de otros en redes sociales, a quienes concertan citas en aplicaciones para
adultos solitarios, quienes se besan intensamente, quienes se devoran antes de
llegar a la estación donde sus caminos se separan, quienes se despiden con un
abrazo estremecedor a manera de promesa, y los hay también suicidas, quienes se
arrojan bajo las llantas de este ir y venir de historias errantes, con la
esperanza, quizás, de abordar un vagón que sí los lleve a buen destino.