Todo acabará en forma trágica. Lo sé bien.
Penetrarán mi cuerpo con alguna navaja perfectamente afilada y quedaré tendido sobre la banqueta de un barrio que no me vio nacer.
O tal vez un disparo certero destrozará mi cráneo arrojando fuera pedazos de músculo y cerebro. El charco prieto de sangre durará sobre el pavimento al menos tres días. La lluvia y el paso de transeúntes terminará por pulir el piso. La vida seguirá. Todos los días mueren sujetos que nadie conoce.
Me he puesto al ojo de mis verdugos. Me muestro, les permito conocer mis movimientos, mis costumbres. Juego a que no soy blanco fácil, sin embargo, lo soy claramente.
Este barrio huele a carnicería. Las vecinas vienen a comprar y nos untan sus sudores nocturnos. Su cuerpo es una palma abierta, olorosa. Los cuchillos se afilan. Golpes violentos de metal sobre carne salpican de sangre las batas y conciencias blancas. Los perros olfatean y gruñen a otros, sarnosos y hambrientos. Alguien les tira tripas y cebos. Los engullen sin masticar y ladran a los autos.
Cadáveres de reses, manteca, viseras: campo en flor de cortejos salvajes.
Miradas que saben lo que se avecina. A nadie sorprende. Siempre mueren los nuevos en el barrio. Aquellos que creen en la posibilidad de la razón, y por ello, desafían. Aquí no se va a escuchar la voz de un mediador. La cagaste campeón. Las palabras no caben, son billetes de juguete. Las usan los niños para jugar a ser mayores.
Tengo la misma mirada de las vacunas cabezas: libres de párpados y pellejo. Ojos grises que ya no brillan. Moscas copulan y absorben la humedad que aún conservan los tejidos. De la mierda a la carne. Zumban, hacen más molesta la espera.
Un perro grande ha esperado largo rato en el quicio de la entrada, salta y muerde una bolsa de plástico. Huye llevando consigo el plástico roto. Hígados se escurren y se apresura a masticarlos. Se pierde a dos calles. Alguien lo envenenará.