viernes, 15 de marzo de 2024

Ciudades nómadas

 




Aún no empezaba la primavera, pero la ciudad ardía desde hacía ya tres semanas. Los termómetros reportaban máximas de 32 grados, pero a bordo del transporte público esto era superado con creces.

Rebasados los 9 millones de habitantes capitalinos, y con la afluencia de quienes vienen por ocho horas a trabajar desde los estados circundantes, los andenes y paraderos del transporte público son ruidosos hormigueros devorando migajas de galleta con forma de ciudad.

Hordas de trabajadores, amas de casa y estudiantes luchan cuerpo a cuerpo para entrar al vagón, se despeinan, rompen sus ropas y calzado sin intención de dañar a nadie, y sin embargo sucede. He visto peleas a las 6:30 de la mañana, cuando cientos de desmañanados, con ojeras, cabello mojado, y con el estómago vacío no toleran el tropiezo o el jaloneo de mochila, pero a pesar de ello, siempre se escucharán los gritos llamando al orden: Ya cálmense cabrones, todos vamos al jale…

Y así, cada mañana, y también cada tarde, las hordas de murciélagos regresan a sus madrigueras huyendo del sol siniestro.

Hombres y mujeres dormitan de pie a falta de asientos disponibles, poco espacio, no queda posibilidad para marcar límites entre cuerpo y cuerpo.

El conductor de este viaje vespertino debe odiar al mundo, parece que quiere volcarnos y así reducir el número de habitantes. Somos sobrevivientes, hemos aprendido a soportar la asfixia, a aferrarnos a los pasamanos, y a mantener la calma.

Los que no dormitan, observan videos en su celular, usan audífonos atornillados a sus orejas, desaparecen en tanto llegan a su destino.

Esta tarde he estado observando a una pareja de mediana edad, están justo al centro de los dos trozos de camión, ella, recargada contra el acordeón plástico, él, tomado del pasamanos lateral, casi rodeando el cuerpo de ella, quien lleva una blusa con los hombros desnudos, se acomoda el cabello y sonríe, él se aproxima y solloza en su oído, besa su hombro, cierra los ojos, ella suspira, él agita un folder frente a ella a manera de abanico, ambos sudan. Ahora ella susurra al oído de él, el ríe con fuerza, ella le tapa la boca y lo regaña con la mirada de sus ojos brillantes, él toma un mechón de su cabello, lo alacia, admira su tersura, su brillo, para luego colocarlo con cuidado sobre el hombro desnudo.

Hay ciudades dentro de la ciudad de México, ciudades que transitan, ciudades nómadas. Todo sucede aquí, a bordo. Gente leyendo, otros dormitando o de plano en sueño profundo, hay quienes miran series en su celular, videos de todo tipo, quienes aprovechan para comer lo que sobró en su toper, quien compró una torta o cacahuates, los he visto bebiendo para seguir la fiesta, o para sobrevivir a la borrachera de la noche anterior, también he visto a quienes lloran leyendo mensajes de texto, a quienes indagan en la vida de otros en redes sociales, a quienes concertan citas en aplicaciones para adultos solitarios, quienes se besan intensamente, quienes se devoran antes de llegar a la estación donde sus caminos se separan, quienes se despiden con un abrazo estremecedor a manera de promesa, y los hay también suicidas, quienes se arrojan bajo las llantas de este ir y venir de historias errantes, con la esperanza, quizás, de abordar un vagón que sí los lleve a buen destino.

domingo, 3 de diciembre de 2023

Degollados

 

Hace una semana degollé al padre, esta mañana, al hijo.

El padre ya estaba viejo, pero peleó más, no renunció tan fácilmente hasta dar el último aliento. Estoy seguro de que amaba más a la vida, ya que había visto más amaneceres, cuya fría humedad matutina fue engrosándole la piel y la fuerza de voluntad. Desde que vio el afilado puñal dirigiéndose a su cuello comprendió que no habría más placeres por delante.

Cuando el hijo era pequeño, el padre lo miraba con una actitud parecida al orgullo, cuidó de él, y atestiguó su sano desarrollo y paulatino fortalecimiento, vaya, es la labor de todo padre. La cosa es que realmente creció y se hizo fuerte, incluso temerario.

El padre no sangró demasiado, arrojó una sangre prieta que coaguló casi de inmediato, sería por su edad, sería por su furia, o quizás por haber nacido en tierra caliente.

De un tiempo a la fecha, la relación entre ellos sufrió un drástico cambio, al padre empezó a incomodarle la idea de que el hijo representara una competencia. Él era el macho deslumbrante, gallardo, poderoso, cómo diablos es que su hijo podría pretender robarle espacio y canto. Así que, no reparó en darle golpizas escandalosas, vaya jaleo demencial.

En más de una ocasión el hijo salió huyendo al jardín, despavorido, lastimado, pasaba las noches afuera, en algún rincón, temeroso de la furia del padre.

Antes del amanecer irrumpían en el sueño de los vecinos, cada uno a su voz y bravura anunciaban la partida de la noche, el adiós a la frescura nocturna y sus lejanos destellos. Así fue por años, su canto hizo de este barrio un sitio alejado de la vulgaridad citadina.

El calor que emana de sus cuerpos degollados emite un vapor casi agradable, aún frente a tan funesto paisaje. Abrirlos para extraer sus entrañas verdosas, amarillo cadmio, rosa alizarina, azul Prusia, rojo indio…, vísceras que dieron oxígeno a esos bellos cantos.

Los últimos meses fueron los más caóticos, quizás ante el temor de tener que enfrentar a nuevos machos, jóvenes, torpes, impetuosos, con dorado plumaje, sí, seguro debido a ello, destrozaron cada huevo nuevo, apenas la gallina se levantaba del cajón, se atropellaban para ser el primero en partir el cascarón, poner fin a toda posibilidad de competencia, de sustituto, y, por si no fuera suficiente con ello, danzaban sobre los restos del gallo no nato, gritaban eufóricos y se mostraban listos para el apareamiento eterno.

El hijo se hizo más fuerte, se adueñó de los cortejos y sus placeres, el padre intentaba doblegarlo, pero ya no fue posible. Su tiempo se había ido…

Una mañana encontré al padre hundido en el interior de un bote, con la cabeza bajo las alas, casi muerto, con cuidado lo levanté y lo llevé al jardín, había perdido un ojo, una de sus alas ya no se sostenía con la fuerza habitual. Se puso de pie con dificultad, pero en breve retomó su lastimada gallardía, cantó su regreso a la vida, picoteó el pasto, bebió agua de una lata que le acerqué, fue a refugiarse a un rincón, allí donde el hijo solía hacerlo antes de doblegar a su padre.

Esta mañana, mientras desplumaba al hijo, ya no hubo belleza. Vaya, son animales de granja, eso queda claro, pero su plumaje era de una belleza incomparable, y su canto…


jueves, 10 de agosto de 2023

Pinche Gordo

 


¡Roña! ¡es roña! qué cosa es esa de dermatitis atópica, eso ni existe, Gordo.

Eso sacas por andarte metiendo con las putas de quién sabe qué pinches embriagaderos, bien decía mamá, que en paz descanse, contigo puras vergüenzas y nada de ganancias.

La doctora del simi ni sabe curar, ponte grasa de carro o manteca de puerco como a los perros sarnosos, yo así ni de lejos te quiero ver, pareces perro viejo, todo rosa y granoso.

El Gordo se salió al patio de la casa y se sentó sobre un bote de pintura de tapa oxidada que estaba en un rincón, se rascaba la nuca enrojecida, ya sin pelo. Su hermana lo miraba asqueada desde la ventana de la cocina, la cual cerró de golpe, como temiendo que la enfermedad entrara a través de ésta.

El gordo es remero en el embarcadero Salitre, allí trabaja de miércoles a domingo, desde temprano llega a lavar las trajineras de don Polo, es veloz el cabrón, a pesar de su barriga rebosante. Una vez que termina de lavar se chinga su torta de tamal y su atole grande con doña Mencho, allí se queda a chismear un rato hasta que llega su patrón o alguno de los hijos a hacerse cargo del negocio, y allí continúan sus labores, lo mandan a reparar algún desperfecto de las trajineras, ya sea de pintura, algo que lijar, alguna silla que reforzar y demás. Nunca reniega de los mandados que le encargan, en ocasiones lava la camioneta del patrón o va por la señora al mercado o a su casa a ayudar en cualquier cosa. Pero lo que mejor hace es ir a cazar turistas. Su papá (que en paz descanse) fue un gran guía de turistas de la zona, sabía algo de inglés y un poco de francés, nadie pudo saber cómo o con quién había aprendido, él sólo respondía Aquí el chingón soy yo, así que aprendan de su padre, dicho eso se echaba a reír y prendía un cigarro marlboro, luego escupía y decía a manera de remate pinches incultos.

El Gordo le aprendió algo de los idiomas, su padre murió joven, así que no hubo mucho tiempo para más aprendizajes, pero se da sus mañas, en sus ratos libres le habla a su celular y le pide traducir a diferentes idiomas, y se pone a repetir el audio, al parecer le funciona porque logra cazar más turismo extranjero que mexicano, tiene talento para engatusar. Se inventa historias para atraer la atención de los visitantes, inventa leyendas de apariciones o cuentos de nahuales, incluso dice que ha visto a la llorona flotar de madrugada.

La más reciente hazaña que presume es que convenció a todo un camión de chinitos donar para la conservación del ajolote, y les dio como comprobantes boletos con la imagen de un ajolote que mandó imprimir en un internet a la vuelta de su casa, dicen que con lo recaudado se puso una peda colosal, hasta invitó a dos de sus valedores, acabaron en san Bartolo miados y vomitados, no se acuerdan cómo y porqué fueron para allá.

El Gordo anda en enredos con una señora, ella es del barrio de santa crucita, vende elotes y esquites en el mismo embarcadero, el Gordo dice que nel, que no es cierto, pero ya varios lo vieron dándole sus llegues cerca de los baños públicos, atrás de los tambos de agua, ya tarde, aprovechando que allí casi no hay luz.

Doña Mencho es su confidente, le sabe todos sus secretos, y por boca de ella se supo, bueno, más bien por la de su hija que no supo guardar el secreto que doña Mencho guardaba y que compartió con ella, su única hija.

Resulta que el marido de la elotera no salió bueno para dar hijos, nació con algo en su cuerpo que hace que no pueda embarazarla, que probaron varios remedios, pero ya un doctor le dijo al marido que nomás no se va a poder curar de eso. Y allí va el Gordo y que la embaraza, y ya se la sentenció la mujer, que si no le firma el terreno que le heredaron en el Capulin, que le va a decir a su marido que el Gordo la agarró a la fuerza y que hasta a la cárcel va a ir a parar. El Gordo la quiere, le dijo que se fuera con él a su casa, y ella se lo pensó un poco, y le puso de condición que corriera a su hermana con todo e hijos, porque el casado casa quiere, y que ella no estaba para soportar metiches.

El Gordo está en una encrucijada, ya hasta pensó en aventarse al canal del Toro, para que el fango se lo trague. La doctora le preguntó que si tenía preocupaciones, que si vivía con estrés y él lo negó, le mandó una pomada para su nuca, y que no se asoleara, pero él no sabe usar sombrero ni gorra, trae el pelo a casquete corto, como lo pedía su padre cuando él era niño.

Allí, sentado en su patio, se rasca con fuerza y desesperación, piensa y se imagina cargando a una criatura a la cual enseñarle cómo cazar turistas, porque ahuevo que va a ser varón, luego se pone triste y piensa qué va a decir su hermana cuando le pida que se vaya de allí, donde fueron criados juntos.

Pinche Gordo, su vida está turbia como el agua de los canales, no sabe pa dónde remar, la cosa es que ya se lo cargó la chingada, no importa pa dónde reme.

Ya te dije Gordo, báñate con harto detergente y ponte manteca porque nos vas a contagiar a todos, gritó la hermana desde la cocina.

martes, 4 de julio de 2023




 La cicatriz

Es una mancha que tengo desde hace muchos años, sí, se ve rara, parece quemadura, y hay quienes, los más fantasiosos, me han dicho que parece un tatuaje, y, con el tiempo, coincido con esta idea, es una especie de tatuaje, de marca, de símbolo.

¿pero cómo te salió, qué edad tenías, qué andabas haciendo?...

Con el tiempo decidí que manejaría una sola versión de los hechos, ya que, resultaba agotador inventar diferentes historias sobre la tragedia de la cicatriz-mancha de mi brazo izquierdo:

Pues de pequeño era muy inquieto, curioso, metiche. Estaban haciendo arreglos en casa, y los albañiles utilizaban chapopote caliente, y por metiche se me derramó en el brazo y se llevó mi piel y el tejido graso, por eso se ve así, todo raro, con la mancha extraña, y las venas casi de fuera…

Y pues, esta mañana la pregunta volvió a repetirse, y la explicación volvió a darse en el pasillo de la oficina, el curioso quedó satisfecho. Antes de volver a su sitio me dijo, yo no había notado tu cicatriz, pero escuché a doña Vicenta decirle al de la entrada que lo de tu brazo no era cicatriz, sino una mancha de granada, ese fruto de pulpa roja…

Vaya, en tantos años nadie había puesto en duda mi versión, ni las versiones anteriores. Así que, mancha de granada de pulpa roja. Vaya, qué recuerdos.

Como todos, yo también tuve otra vida, en otro lugar, bajo otro cielo.

La vida en el campo es vivir a cielo abierto, con los pulmones llenos de oxígeno, con aroma a hierba, a eucalipto, a abono de puercos y de gallinas, a leche bronca, a maíz y caldito con chile.

Las noches son frías y brillantes, cristales destellan por doquier en la inmensa negrura del cielo. El viento zarandea la cabellera de los ahuejotes y los cedros. Desbarata los nidos de las aves, levanta las faldas y arranca los tendederos con todo y ropa.

El viento la llevó a mí.

La lámina de su techo se elevó por los aires y fue a caer a mi patio. Me asomé a la ventana y allí estaba ella, jalando la lámina partida, salí apresurado con la intención de ayudarla. Caminamos hasta su casa, dice que fue siguiendo con la mirada por dónde iba a caer su lámina, y que se había asomado a otras tres casas antes de mi patio. Nos conocíamos desde niños, pero nunca jugamos juntos.

Tiene aroma a naranja, o a mandarina. La cosa es que huele bien. Y por accidente toqué su mano cuando agarré la lámina, y la sentí suave, muy suave, me quedó su olor en los dedos.

Coloqué la lámina en su lugar y le encimé tabiques para que el viento no se la llevara de nuevo, ella me miraba directo a los ojos, como miran quienes no dudan, quienes no temen.

Ya, ya, tanto tabique, se nota que no quieres que vaya otra vez a darte lata cuando haga viento. Dijo así, de golpe ella.

Bajó del techo y ella le ofreció un vaso de aguardiente. Brindaron y se sentaron a mirar el final del día. Bebieron la botella entera, son aguantadores, así es en el campo, no puedes titubear, hay que resistir las sequías y los temporales.

A ti te hace falta una mujer, y a mí un hombre, pero ni hablar, no se puede, tú lo sabes, y yo lo sé.

Anda, ya vete, no sea que nos ganen las ganas.

Una garza bruja chilló en el ahuejote del patio, allí anidan esas aves raras. Ambos se sobresaltaron con el chillido y después se rieron a carcajadas, pinche pájaro cabrón, dijo ella. Pues otro trago pal susto, dijo él. Y ella, con su mirada directa, lo escudriñó cráneo adentro y le dijo, te advierto que no se va poder, no es que no me den ganas, a lo mejor sí, pero mi sangre no se quita tan fácil. Así que mejor no, ya vete.

Yo nomás quiero seguir bebiendo fuego, tu sangre no se me antoja. Ándale, traite otro de ésos, que mañana quién sabe.

Llegó la lluvia, era verano. Adentro, los golpes del agua sobre las láminas son escandalosos, no se puede escuchar música, ni platicar, a menos que te acerques mucho al otro.

Se mordieron como perros, luego lamieron sus heridas, se echaron uno junto a otro hasta sincronizar su respiración, hasta entibiar sus cuerpos.

Se levantó y se miró frente al espejo, bañado en pulpa roja de granada, olorosa, aroma dulce que se confunde con la mandarina y la naranja…

Se fue de madrugada, todavía chispeaba.


jueves, 25 de mayo de 2023

Maíz azul


 

A veces las historias se acaban, así como cuando el hombre de la milpa busca en su morral para echar más semilla al surco y se percata que ahora no queda más, que ya arrojó todas, y que no queda más que esperar a que el maicito nazca con el favor de las lluvias, por días, semanas y meses, que crezca y dé su fruto, que venga el sol a lustrar sus hojas largas y verdes, que corone y dore su espiga, y que abrace el palpitar de las nuevas mazorcas. Así, justo así el hombre de las historias se sienta a esperar la llegada de la tarde y de las noches, la llegada de las madrugadas eternas, y de las mañanas tibias.

Mientras tanto hurga en sus fosas nasales, se arranca los bellos más largos, se corta las uñas de los pies callosos, de tanto mirarse descubre nuevas manchas en su piel seca.

Sentado espera. En la barra de la cantina, mientras bebe su vodka, da sorbos a su caldo de camarón y algo más que han traído de la cocina.

Aburrido en el metrobus, ahogado en el calor de la tarde, entre los humores del trajín citadino, suda y espera. Observa rostros secos como el suyo, y otros llenos de fresco verdor. Ojalá lloviera en estos días…

De pie, en el microbus destartalado, de asientos brevísimos y ventanas selladas, se asfixia, y espera. Sus compañeros de viaje, agotados, dormitan, se sacuden a cada bache, a cada giro de volante, vienen de librar batallas, otros apenas van.

Se acerca al barrio, y desde el puente vehicular mira el paisaje urbano, composición accidentada, collage de concreto y tendederos, luces de ventanas lejanas, ya hay quien llegó a casa a pesar de todo. Rumor de autos y ladridos…

A pie la espera es diferente, a ritmo propio. Recuerda sus caminatas al final de su segunda década de vida, a tientas, como hasta ahora, pero con más preguntas, y el corazón más carmín, no tan rosa alizarina como el de ahora. Ardía en la hoguera de la incertidumbre, lo estrangulaba el inasible horizonte. Pero ya esperaba, sin saberlo, sin comprender el sentido de la pira interior.

Ya llegará la lluvia, ya sentirá el rumor del mar lejano, para que así, las historias despierten como langostas, como flores de cactácea de un día.


Ilustración original de Juan Carlos Trejo G.

miércoles, 18 de enero de 2023

Tabaco quemado

 


     Había pasado ya una semana, y el saco que pendía al interior del clóset en su recámara aún despedía aroma a cigarrillo. Lo descolgó y lo sacudió con fuerza, lo acercó a su nariz y aspiró largamente. No sólo era el tabaco quemado, había allí rastros de algo más…

¿José Luis? Pronunció para sí. Es un nombre común, será que me parezco a cualquiera, no tengo una personalidad desarrollada, propia, única…

Era su día libre, tenía oportunidad de salir a pasar la tarde y la noche a donde más le complaciera, pero a diferencia de otros días, estaba ligeramente atascado en el espacio.

Bajó de su departamento y se dirigió al OXXO, pidió una botella de agua de litro y medio, y regresó a casa. Destapó el agua y con ella regó las dos macetas que adornaban la estancia, fue a la cocina, y de un cajón sacó una botella de Smirnof, la vació en donde antes había agua, para meterla ahora al congelador. Antes de dejar seca la botella de vodka se sirvió en un vaso hasta el tope.

Se tiró en el sofá y dio alegres sorbos a su vaso.

-Sí eres José Luis, ¿verdad?

Le había soltado de golpe una chica cuando el mesero le estaba entregando su trago, él, sorprendido y confundido agradeció al mesero al tiempo que elaboraba la respuesta, pero tardó tanto en responder que ella simplemente le besó la mejilla.

-Caray, no mentías cuando dijiste que frecuentabas este lugar. Espera, voy por mi prima, estamos en la mesa grande, venimos en tour de cantinas, y se fue al fondo del lugar, y él aún no lograba elaborar una disculpa que sirviera para aclarar la confusión. La joven mujer era de cara redonda, cabellos rojos y piernas largas…

Se levantó del sofá y fue por su celular, lo había dejado cargando en su recámara. Abrió el historial de conversaciones y allí leyó nuevamente el último mensaje de Aline: Y qué más da si no te llamas José Luis, Yo puedo no ser Aline, pero mi aroma sigue siendo ése que te gustó, y mis besos seguirán teniendo sabor a dulce mentira, como tú dijiste. ¿Llegaste bien? 04:47 am

Se quedó dormido media hora, al despertar se puso de pie y sacó del congelador la botella con el vodka helado. La tarde estaba soleada, tomó su morral tejido que compró en Oaxaca, metió un libro, la botella y echó llave al departamento. Caminó a la estación Xola, de pie en el vagón del metro, sacó su botella y dio un par de tragos refrescantes, miró los logos de las estaciones planeando la ruta a seguir.

-Mira, es mi prima Aline, ¿nos podemos sentar?

José Luis aceptó señalando las sillas vacías que rodeaban su mesa.

-Vaya coincidencia que justo hoy vinieras a este lugar José Luis, le estoy enseñando a mi prima su ciudad, porque no la conoce, bueno, sólo la parte fresa, ya sabes, esos lugares que te sugieren en el Time Out y en la revista Chilango.  Somos de la misma edad, aunque todos dicen que yo me veo mayor, crecimos juntas aquí, hasta que yo me fui a Monterrey.

-ah, ya veo, y ¿Qué tal el tour de cantinas? ¿la están pasando bien?

Justo en ése momento, la mentira se afianzó para convertirse en una realidad alterna. Y en esa cantina, a las 8 de la noche, fue bautizado con vodka, con el nombre de José Luis. De no dar el paso hacia esa realidad alterna, la noche no le pudo haber ofrecido más que un paisaje de rostros anónimos, y un ir y venir de vasos llenos y después vacíos.

-Le dije a Aline, ese del saco beige se parece mucho a José Luis, y me dijo, ay Sam, pues acércate y pregúntale, y te estuve mirando un ratito, pero cuando te levantaste al baño y te vi con el morralito que cargas, dije, sí es. Y por eso me animé.

- ¿Pero por qué el morralito Sam? ¿No es una referencia más segura reconocer a alguien por el rostro? O de qué me perdí prima…

-¿ Las señoritas toman algo? Preguntó el mesero.

- Estamos con los del tour, dijo Aline, creo que ya nos vamos, gracias.

José Luis sintió alivio, volvería a ser quien es, a observar sin hablar, a beber sin prisa, a montar en el lomo de la memoria, pero ese alivio fue breve, casi inexistente, apenas una coma. Ya que Samantha cambió una vez más el sentido de las cosas, abrió una nueva puerta a la noche.

- Ay Aline, creo que sólo nos faltan dos cantinas, y ese tipo ya me cayó mal. Nos dijeron que conoceríamos la bohemia del centro histórico, y salen con que una copa por lugar y que de preferencia no interactuemos con los clientes porque aquí es muy peligroso. Yo prefiero quedarme. Bueno, si no tienes planes José Luis, igual y estás esperando a alguien y nosotras invadiendo todo.

- No, no. Vine a beber solo, si gustan pueden quedarse, no hay problema. Además, aquí el trago es barato, por eso vengo.

- sí, eso me dijiste hace dos años, ¿te acuerdas? Cuando estaba en la entrada de este lugar y te pregunté que si lo recomendabas. Sí te acuerdas, ¿no? Ya venías con tres copas encima…

Dijiste algo así como “depende qué sea lo que estás buscando, la botana es poca, el lugar se está cayendo de viejo, los tragos son baratos, en la rockola hay música del fonógrafo, y la noche nunca termina, por eso vengo cada que puedo…”

Aún a bordo del metro, y tarareando versos de una canción de José José, se metió otros largos sorbos de vodka helado que se desbordaron dentro de ese cuerpo transeúnte. Se sintió como un parásito viejo anidando en el interior de un gusano color naranja que carcome día a día la ciudad grisácea. Entre los favores del alcohol, el que más valoraba es ése, el de abrir puertas, bajo las mesas, entre las pupilas, entre las piernas, entre el bullicio, y entre las calles desiertas de una noche cualquiera. Gracias a ello, había conocido seres extraños, maravillosos, sabores indescifrables, e incluso túneles que conectan la ciudad de un punto a otro, y que, de día son imperceptibles, o que quizás, simplemente desaparecen.

Recuerda haber salido de la cantina y ser alcanzado por Aline, ella lo detuvo diciéndole, José Luis, te estoy gritando desde hace dos cuadras, ¿por qué te vas así? Dijiste que iríamos a bailar.

-Ya te dije que no me llamo José Luis, además ya no traigo dinero, voy a un cajero, vete con tu prima.

Pero ella insistió en acompañarlo, le llamó al celular a Samantha y lo tomó del brazo. José Luis tropezaba con las banquetas y las coladeras chipotudas. Su estado de ansiedad que lo había hecho salir de la cantina abruptamente, empezaba a ceder. Aline encendió un cigarrillo, se arregló el cabello, él respiró hondo, se talló la cara con ambas manos. Acoplaron sus pasos, un poco sus cuerpos.

Desde que Aline tomó asiento en la cantina, José Luis percibió el aroma, si bien había perfume en ese cuerpo, el otro aroma era superior. Ella, de estatura media, Jeans ajustados y deslavados, blusa con los hombros desnudos, y cazadora color vino y abundante cabellera en libertad, ocupó de inmediato la atención del anfitrión involuntario.

Platicaron y bebieron por horas, depositaron monedas para escuchar todo tipo de música, el lugar estaba lleno, había que gritar para platicar; pero los tragos, las risas, las muecas y el contacto corporal fueron los medios más eficientes para su convivencia, y para todos los allí presentes.

Y sí, del cajero, se fueron a bailar. Eufóricos, llenos de deseo y libertad. Sus cuerpos buscaron desesperados un lugar para seguir, para eternizar la brevedad, y lo hallaron. En un instante estaban dentro de ese sitio desconocido, un vagón fantasma, un ático, una cápsula espacial perdida…

Tabaco quemado, pensó. Una semana de estar paladeando con la memoria ese sabor. Al igual que un catador de vinos llega a un veredicto de los componentes y notas de una cosecha, este hombre, concluía que le fue regalado un nuevo sabor, y con ello, una nueva sensación, y una imagen incrustada en la memoria. Se robó con las dos manos un trozo de la noche. Se relamió los dedos y las uñas, aspiró todo de ella, incluido el tabaco que había en el aire, entre sus cabellos y en la espesa saliva que manaba de su pequeña boca. Ambos se entregaron al sabor de sus geografías epidérmicas, y aún más.

No debí ser yo, esa experiencia la robé a otro, sin embargo, estoy hundido en ese mar, pensó. ¿Quién chingados es José Luis?, pobre cabrón, de lo que se perdió, o no sé, quizás se salvó…

Uno nunca sabe a qué aguas se arroja, a qué corrientes se entrega. Pero estaba hecho.

Salió a la superficie en Bellas Artes. Siguió bebiendo de su botella reciclada. Caminó rumbo al Eje Norte, a paso lento. A José Luis le gusta el anonimato, solo una ciudad tan monstruosa puede brindarle la posibilidad de tener el rostro de nadie o de cualquiera. Ya que, de eso se trata el vivir en las grandes urbes, piensa él, se trata de perderse en la multitud, de abandonarse al movimiento de las cosas, de entrar en una estación y aparecer en el extremo contrario, donde quizás, seas otro, y que, sin embargo, te reconozcan o te reinventen. A esas horas, él ya estaba con el vodka hasta la Luna.

viernes, 8 de abril de 2022

CARNE DE BARRIO

 




No era más que carnada, y picó el pez dorado.

Este barrio no es gran cosa, y pese a ello, ese amontonadero de pisos, de fachadas chimuelas, es de todas, la más derruida. Uno bien pudiera pensar que ese pedazo de barrio es refugio de los excluidos de cualquier paraíso.

Por las mañanas, los habitantes asoman sus rostros por las pequeñas ventanas sin vidrios. Ojos hundidos, cabellos secos y en rebeldía. Dan breves pasos soportando la maldición de vivir sobre un trozo de madera en el mar abierto citadino. He contado tres adultos varones, de los cuales, uno es menos viejo de lo que se mira, dos mujeres que parieron hijos antes de terminar la pubertad, y un puñado de niños  tirados en el piso, frente a su fachada, junto a los perros.

Los he visto por las tardes, sentados en el viejo sofá colocado entre costales de pet y caca de perro, frente a la fachada. Arman buenos porros, mismos que chupan con devoción santa. Son más flacos que sus perros, tallan sus miembros sin reparo, beben de cualquier botella y la guardan para inhalar chingón.

Ellas cocinan con trozos de madera, a veces sale humo prieto, con aroma a plástico, y allí cuecen lo de todos los días. Escuchan música a todas horas, su bocina tiene foquitos y suena con fidelidad.

A diferencia de los hombres, a ellas se les ve apresuradas, pero con cadencia. Sus cuerpos son amplios y, pese a usar pijama hasta media tarde, sus cuerpos vencen lo holgado de las telas. Su sangre late con fuerza, las numerosas crías delatan la danza de la fertilidad y el apareamiento.

Los niños mean y cagan junto al sofá, o sobre los costales de pet, los perros los olfatean y tiran un chisguete de meados para reafirmar que la calle es suya. El baño está allí, a un costado de la entrada principal, y cuando paso escucho cómo caen los jicarazos de agua cuando alguien se está bañando, y a veces se huele el shampo dulzón de ellas.

Los hombres trepan a la azotea, y desde allí miran cómo la tarde cae sobre el barrio. Atizan y rascan sus cráneos polvosos. Su gesto acusa recuerdos de largos encierros, de agónicas noches de hacinamiento.

Hay lazos amarrados que van de los barrotes de las ventanas a un palo largo, enterrado en un hoyo del pavimento. Tienden las cobijas y demás ropa lavada.

Esa tarde la ropa desprendía un aroma a suavizante, tal vez downy rosa o algo similar. Las prendas lo merecían. Brasieres, calzones y tangas formaban una fila de colores blanco, negro y rojo.

Semejante paisaje fetichista no es fácil, uno cae ante la trampa de la poderosa imaginación.

Y como dije al inicio, no era más que carnada, y picó el pez dorado.

Salvador regresaba de la escuela, cuando miró la tanga roja en particular. Pensó en los secretos guardados en una prenda tan diminuta, en las nalgas calientes de sus vecinas. La lujuria del jovencillo palpitó fuerte. Quiso mirar más cerca, y quizás oler, aunque sólo fuera el aromatizante y no los jugos de la fertilidad. Simuló amarrar sus agujetas para detenerse justo allí, bajo ese trozo de rojo que goteaba pecado recién lavado. Miró desde abajo, cual astrónomo estudiando a Marte en cielo despejado.

Hola Chavita, ¿Qué tanto miras? Le dijo la dueña de esa bandera roja, que anuncia marea alta.

¿Yo?, no, nada.

Ja, ja, ja. Si hasta parece que te lo quieres robar, y luego yo qué hago, con que varo me compro otra tanguita, ¿me la vas a comprar tú, Chavita?

Y como babuino hambriento, se descolgó de la azotea el varón más correoso. Salvador lo ubicaba por el tatuaje de payaso triste en el cuello.

No muy guapo, mijo, ¿qué vergas se le perdió?

Se quiere robar mis calzones, dijo la mujer, se la ha de querer jalar el pinche escuincle.

Salvador quiso caminar, pero el correoso lo agarró del brazo. ¿me vas a robar a mí? Ya pisaste mierda. Lo arrastró al interior del baño, y pudo percibir el aroma a shampo de coco, tirado en el piso, el sujeto le quitó los tenis, el celular y el dinero de los bolsillos, allí mismo se le cayó el baucher y la tarjeta de la beca de estudiante recién sacada del cajero. El hombre se apresuró a guardarse todo al tiempo que cacheteaba a Salvador.

Luego lo arrojó a la calle y le mentó su madre.