viernes, 8 de abril de 2022

CARNE DE BARRIO

 




No era más que carnada, y picó el pez dorado.

Este barrio no es gran cosa, y pese a ello, ese amontonadero de pisos, de fachadas chimuelas, es de todas, la más derruida. Uno bien pudiera pensar que ese pedazo de barrio es refugio de los excluidos de cualquier paraíso.

Por las mañanas, los habitantes asoman sus rostros por las pequeñas ventanas sin vidrios. Ojos hundidos, cabellos secos y en rebeldía. Dan breves pasos soportando la maldición de vivir sobre un trozo de madera en el mar abierto citadino. He contado tres adultos varones, de los cuales, uno es menos viejo de lo que se mira, dos mujeres que parieron hijos antes de terminar la pubertad, y un puñado de niños  tirados en el piso, frente a su fachada, junto a los perros.

Los he visto por las tardes, sentados en el viejo sofá colocado entre costales de pet y caca de perro, frente a la fachada. Arman buenos porros, mismos que chupan con devoción santa. Son más flacos que sus perros, tallan sus miembros sin reparo, beben de cualquier botella y la guardan para inhalar chingón.

Ellas cocinan con trozos de madera, a veces sale humo prieto, con aroma a plástico, y allí cuecen lo de todos los días. Escuchan música a todas horas, su bocina tiene foquitos y suena con fidelidad.

A diferencia de los hombres, a ellas se les ve apresuradas, pero con cadencia. Sus cuerpos son amplios y, pese a usar pijama hasta media tarde, sus cuerpos vencen lo holgado de las telas. Su sangre late con fuerza, las numerosas crías delatan la danza de la fertilidad y el apareamiento.

Los niños mean y cagan junto al sofá, o sobre los costales de pet, los perros los olfatean y tiran un chisguete de meados para reafirmar que la calle es suya. El baño está allí, a un costado de la entrada principal, y cuando paso escucho cómo caen los jicarazos de agua cuando alguien se está bañando, y a veces se huele el shampo dulzón de ellas.

Los hombres trepan a la azotea, y desde allí miran cómo la tarde cae sobre el barrio. Atizan y rascan sus cráneos polvosos. Su gesto acusa recuerdos de largos encierros, de agónicas noches de hacinamiento.

Hay lazos amarrados que van de los barrotes de las ventanas a un palo largo, enterrado en un hoyo del pavimento. Tienden las cobijas y demás ropa lavada.

Esa tarde la ropa desprendía un aroma a suavizante, tal vez downy rosa o algo similar. Las prendas lo merecían. Brasieres, calzones y tangas formaban una fila de colores blanco, negro y rojo.

Semejante paisaje fetichista no es fácil, uno cae ante la trampa de la poderosa imaginación.

Y como dije al inicio, no era más que carnada, y picó el pez dorado.

Salvador regresaba de la escuela, cuando miró la tanga roja en particular. Pensó en los secretos guardados en una prenda tan diminuta, en las nalgas calientes de sus vecinas. La lujuria del jovencillo palpitó fuerte. Quiso mirar más cerca, y quizás oler, aunque sólo fuera el aromatizante y no los jugos de la fertilidad. Simuló amarrar sus agujetas para detenerse justo allí, bajo ese trozo de rojo que goteaba pecado recién lavado. Miró desde abajo, cual astrónomo estudiando a Marte en cielo despejado.

Hola Chavita, ¿Qué tanto miras? Le dijo la dueña de esa bandera roja, que anuncia marea alta.

¿Yo?, no, nada.

Ja, ja, ja. Si hasta parece que te lo quieres robar, y luego yo qué hago, con que varo me compro otra tanguita, ¿me la vas a comprar tú, Chavita?

Y como babuino hambriento, se descolgó de la azotea el varón más correoso. Salvador lo ubicaba por el tatuaje de payaso triste en el cuello.

No muy guapo, mijo, ¿qué vergas se le perdió?

Se quiere robar mis calzones, dijo la mujer, se la ha de querer jalar el pinche escuincle.

Salvador quiso caminar, pero el correoso lo agarró del brazo. ¿me vas a robar a mí? Ya pisaste mierda. Lo arrastró al interior del baño, y pudo percibir el aroma a shampo de coco, tirado en el piso, el sujeto le quitó los tenis, el celular y el dinero de los bolsillos, allí mismo se le cayó el baucher y la tarjeta de la beca de estudiante recién sacada del cajero. El hombre se apresuró a guardarse todo al tiempo que cacheteaba a Salvador.

Luego lo arrojó a la calle y le mentó su madre.