En la esquina que forman la calle de
Motolinia y la calle 5 de mayo, zona de tiendas de ropa, aparatos
ortopédicos y ópticas; hay un grupo de gentes en torno a la
orquesta de ciegos que cada tarde se instala frente a la cantina “la
fuente”.
Parejas con ropas gastadas y tufo a
sudor de media tarde, dan lecciones de coordinación en giros y demás
movimientos tropicales. Al ritmo de salsas y cumbias convierten esta
parte de la ciudad en un salón de baile al aire libre.
La música se escucha a dos cuadras
de distancia. Siete integrantes brindan a los transeúntes ritmos
escandalosos que dan personalidad a la ya de por sí frenética
ciudad de México.
La voz principal pertenece a una
mujer treintona, de dientes mal hechos, piel blanca y brazos pesados.
Usa un vestido ligero con gran escote. Senos que se convierten en la
referencia principal de la cantante, aún más que su ceguera y que
la voz bien trabajada.
Jovita interpreta cada melodía
gesticulando al límite, sus párpados temblorosos son arrítmicas
persianas que a intervalos muestran pupilas muertas, natas babosas.
- imagínate..., que yo no soy yo,
que soy el otro hombre que esperabas ver..., un amante improvisado,
misterioso apasionado..., que te dio una cita, en este hotel...-
La baterista es otra cosa, mujer
tuerta, raquítica, usa vestido blanco cuyos tirantes se deslizan
hombros abajo al carecer de músculos que los sostengan. Marca el
ritmo de forma perfecta, la tarola indica los tiempos de los giros,
señala los movimientos más rápidos...
En su mayoría la gente se limita a
observar, sólo cuatro parejas sacuden músculos y cabelleras. Se
dejan guiar por sonidos y voz en penumbras. Todos quieren mirar a la
cantante: sus grandes tetas, sus ojos muertos.
Un viejo mugroso cruza entre el
público y eclipsa la figura de la vocalista al atravesarse frente a
ella -son viejas putas, da lo mismo, todas son viejas putas-, y se
reía. Terminó de cruzar y desapareció.
Un sujeto acomodado sobre un banco
de bolero se toma un descanso, forma parte de la primera fila,
localidad de lujo. No pierde tiempo, sus ojos que sí sirven,
muerden palmo a palmo los senos de Jovita, es un tipo en transe.
Hipnosis mamaria. Se frota la bragueta bajo el delantal grasiento y
roído. Escupe al piso.
-buscabas lentes, micas,
reparaciones..., ¿como qué buscabas amigo? Lentes, micas,
reparaciones...” es un rumor permanente. Se te ofrecen folletos,
propaganda, tarjetas de presentación. Todo a la vez. La ciudad es un
cadáver del que brotan por millares gusanos y pus bajo un sol
demasiado blanco.
Un puntapié cimbró el banco de dar
bola, un moreno adolescente con camiseta sin mangas y cabeza rapada
interrumpió el éxtasis del bolero –no mames picachú, ya estás
de chaqueto con la pinche cieguita…, sus tetotas te traen bien
pendejo-, terminó el moreno con una gran carcajada y le propinó un
zape en la nuca.
Adán “el picachú” bolero hijo
de invidentes, tras escupir nuevamente al pavimento, vuelve a
depositar la mirada sobre los pechos de Jovita, así como miran los
niños un gran pastel en los aparadores de la Ideal, saborea a
distancia, imagina chupar, olfatear, sentir con las manos…
El verano calienta el pavimento y
vuelve picosos los olores de las alcantarillas. El taquero de al lado
gira el trompo de pastor, una masa de 50 kilos con carne y cebolla
bañadas en salsa roja se cose lentamente ante la mirada de los
presurosos transeúntes. Un viejo harapiento es echado a varios
metros de distancia, el olor a orines fastidia el apetito de los
clientes.
La pieza musical está terminando,
Jovita sonríe y baila en su lugar…
-Imagina que soy tu mejor amante,
hazme el amor y luego adiós…-
Los aplausos premiaron la
interpretación, el grueso del público sigue su camino, algunos
permanecen aún expectantes , no se permiten despreciar un show
callejero o, no tienen a dónde ir, quizás esperan bailar un poco,
conseguir una pareja momentánea, alargar la tarde...
Picachú se levanta y estira los
brazos, rasca su cabeza, jala de un tirón la tela metida entre sus
nalgas. Como si recordara de repente su oficio,ofrece bola a un
oficinista que pasa junto a él, el hombre ni lo mira. Rasca su
cabeza, escupe al piso, se aburre.
-cómo te haces pendejo...-, le
grita otro joven que pasa apresurado dirigiendo un diablito cargado
con bolsas negras, -vales verga pinche gordo...-
Picachú lo sigue con la mirada y
entre dientes le mienta la madre..., -¿qué puto?- arremete el diablero, -nada-, Contesta tímido, se voltea y escupe al piso de mala gana.
Jovita anuncia la última tanda: ya
estamos de regreso gente bonita, y con ésta nos despedimos,
agradecemos de antemano sus aplausos y su cooperación, no sean
tímidos y saquen a bailar a las damitas, primero Dios nos vemos aquí
mañana a la misma hora y que Dios me los bendiga...
Adán se inquieta, vuelve a tomar
asiento sobre su banco mugriento, enfoca y no pierde detalle, sabe
que el sueño se acaba, son los últimos minutos del día en que
podrá mirar ese cuerpo de ojos muertos. Los mira y recuerda cómo
eran los de su madre: grandes y con un par de natas que impedían la
entrada del mundo.
Los músicos y la cantante han
terminado. Empiezan a desconectar el equipo, con manos hábiles
enrollan cables al tiempo que platican, cierran estuches, bromean un
poco. La calle queda vacía apenas se escucha la nota final.
Adán se levanta, duda y da unos
pasos.
- Jovita, soy el Picachú...
-si, ya lo sé, ¿cómo estás Adán?, desde hace rato te escuché chambeando...
-ya terminaron ¿verdad?
-Así es manito, por hoy ya, mañana
Dios dirá... ¿y a ti cómo te fue?
Picachú mira el dibujo del sostén
bajo el vestido, mira la carne redonda, siente cómo su miembro se
manifiesta bajo sus pantalones, no contesta nada, no escuchó la
pregunta.
Jovita se voltea con movimiento
brusco, ya no sonríe, y a tientas busca algo en el respaldo de una silla de
plástico. -¿qué buscas Jovita? -
Picachú mira un sueter tirado a un
costado de la silla, lo toma y se lo acerca a las manos. Recula y le
dice -te ayudo a ponértelo-.
-no nada más dámelo...
Se huele las manos, el sueter huele
a ella, a su dulce perfume. La erección gana sangre. Tiembla y
enmudece.
- ¡vámonos
Jovita!, grita un hombre mayor, se calza su sombrero y estira su
bastón metálico. Los demás ciegos forman una fila, saben cual es
su lugar en la formación, ella va en medio, detrás una gorda con
una bolsa de mandado en la que ha de ir el dinero, un par de niños y
todos los demás. Algunos con bastones y otros no.
Picachú los mira alejarse, se
imagina formando parte de la comparsa, pero no.
Él, a diferencia de sus padres y
sus hermanos puede ver bastante bien. Tiene en la memoria cada
detalle de las líneas de la cantante en penumbras, la niña bonita
de la cumbia, como la anuncian en el show.
Llega una camioneta con dos jóvenes
y empiezan a cargar con los instrumentos, él se quita de allí,
siente que estorba, le molesta la agilidad de los cargadores, la
eficiencia con que cumple con su labor, se pega a la pared y los mira
con el rostro duro.
Cuando aún vivía con sus padres
gozaba de sus privilegios visuales, vouyerista innato. Derramó sus
calostros seminales viendo a su padre montado sobre su madre,
jadeantes bestias devorándose en penumbras de deseo, o cuando a su
hermana mayor se bañaba a jicarazos, atestiguaba la labor del
estropajo por cada rincón de ese cuerpo. Sabía deslizarse
silencioso en ese mundo de miradas apagadas.
Su padre debió saberlo, y por eso
lo echó -en esta casa tu no vas a ser el chingón, aquí el de los
güevos soy yo, así que sácate a la chingada de aquí, que ni mi
hijo eres. Seré ciego pero no pendejo-.
Picachú se rasca la nuca y se chupa
las muelas, aún le queda el sabor del caldo de gallina que le
invitó su primer cliente del día, un viejo dueño de una camisería
en la calle de Victoria -sírvale uno de rabadilla a este hombre-,
había ordenado generoso cuando el bolero daba por terminado su
trabajo. De rodillas aún, Picachú le sonreía agradecido al viejo.
Observa a la comparsa de ciegos
doblar en Madero, sabe que van a cenar al barrio chino. Allí algunos
tienen sus cuartos, pagan muy poco por habitaciones en ruinas. Lo que
más tienen son grietas y nidos de palomas. La orquesta de la niña
bonita tiene por costumbre cenar en una fonda junto a las pollerías,
precio especial en caldos y birrias.
Jovita vive con su madre y una
criatura engendrada a la fuerza en la secundaria para ciegos. Se sabe
que un conserje la siguió hasta la biblioteca de la ciudadela,
esperó a que oscureciera y la metió entre los puestos de libros y
películas a esa hora ya cubiertos con plásticos y trapos. Con una
vez tuvo para que el conserje le sembrara un hijo que, para bien o
mal, nació con los ojos inservibles.
Picachú deambuló por Madero,
Carranza y Bolivar. De noche la clientela se extingue, ya no hay para
qué tener los zapatos impecables. De no ser por algún dandy, nadie
requiere ya de sus servicios. A esa hora más que ofrecer bola,
ofrece cigarros sueltos y chicles. Va de cantina en cantina. Todos lo
conocen, meseros y chicas, lava vajillas y taqueros. Saluda amigable
y recibe la misma respuesta. Ése es su lugar, junto a las madres
solteras que se fajan los vientres para meserear de noche, los
cantineros que lo han visto todo, que nada les impresiona ya, los
taqueros que le invitan un taco de surtida cuando lo ven olisqueado
cerca del puesto. Se siente arropado, como una familia compuesta de
parientes lejanos. Se queda en la entrada de un local y escucha
alegre las canciones que la clientela programa en la rockola, se sabe
varias y las tararea.
Ofrece su mercancía, los fumadores
salen en grupo a la banqueta. La cosa va mejor que la boleada de todo
el día. A cada cajetilla de cigarros le gana mucho dinero. Compra el
paquete en la calle de Jesús María. Por eso a veces le dicen que no
saben bien, que el tabaco está seco. Él no contesta, y tampoco
entiende de eso, nunca ha fumado.
La madrugada es un antro abierto.
Una vagina que espera a que la penetres con fuerza...
El Picachú siente cansancio, se
recarga contra la pared sentado sobre la banqueta, mira desde abajo
el ir y venir de la gente. Frota sus ojos y bosteza. Sus pensamientos
se posan sobre la imagen de Jovita. Ya estará acostada, soñando.
Pero antes seguro se bañó a jicarazos, tal como lo hacía su
hermana. Imagina la escena, Jovita con la esponja enjabonada
limpiando su cuerpo, ese que nunca ha visto, ese que ha sido tocado
por manos desconocidas, que ha sido comido por las miradas de los
hombres. Ya habrá secado su cabello, su entre pierna. Ya habrá
untado crema en sus senos, los habrá sentido grandes y suaves...
Él respira hondo y se frota con
fuerza el rostro, trata de quitarse el sueño que lo invade, pero
también esas imágenes que no lo dejan trabajar tranquilo.
Se levanta del piso, escupe. Mira
pasar a un grupo de oficinistas, tres hombres y dos mujeres, van en
busca de más diversión nocturna. Se acerca y ofrece sus servicios:
¿bola jóvenes?
Lo miran y se ríen a carcajadas. No
pueden parar. Se toman el estómago y se doblan de la risa. Una de
las mujeres toma aire y dice: -¿no que tu hijo estaba en la escuela
pinche José Luis?-
Picachú de pie y cargando su cajón
los mira, se alejan riendo de felicidad.-si tiene tu carota de
marrano pinche José Luis-, insiste la mujer escandalosamente.
Decide caminar sobre la calle de
Uruguay rumbo a Isabel la Católica, por allí hay un par de
cantinas. La calle está llena de autos. Los franeleros hacen un gran
negocio, cobran 60 pesos por toda la noche. Una vez que la cuadra
está llena, abandonan los autos y se van a otra calle a cazar
clientes.
Mira a dos de ellos contando la
morralla, muchas monedas de diez pesos, mojan algodones y se monean con gasolina, por eso tienen la piel de las manos
reseca. Al fin lo miran.
-órale pinche gordo, ábrase a la
verga-
-¿Andas buscando a la pinche cieguita? ¡a esta hora ya le están dando verga wey!..., se ríen e hinalan.
Él permanece inmóvil. Los conoce por apodo, uno de ellos nació cerca de la alameda, entre cartones y perros callejeros. Su madre estaba loca, después la mató el camión que ve en contraflujo sobre eje central, le apodan “el huevo” . Picachú lo mira directo, una mirada gris, como de animal muerto. -has paro huevo- murmura al franelero.
Se siguen riendo y juegan a cogerse como perros, -así puto, así se la están metiendo-.
Adán camina hacia ellos, el Huevo suelta a su compañero y agarra al Picachú de una oreja, lo sacude como si quisiera arrancársela, está a punto de chillar, suelta el banco y su mercancía, se soba la oreja lastimada. El Huevo moja algodón y le dice -órale Picachú, pero ya vete a chingar a tu perra madre-, Adán toma el regalo, se lleva la mano a la nariz e inhala con fuerza.
La noche es un árbol en llamas...
-¿Andas buscando a la pinche cieguita? ¡a esta hora ya le están dando verga wey!..., se ríen e hinalan.
Él permanece inmóvil. Los conoce por apodo, uno de ellos nació cerca de la alameda, entre cartones y perros callejeros. Su madre estaba loca, después la mató el camión que ve en contraflujo sobre eje central, le apodan “el huevo” . Picachú lo mira directo, una mirada gris, como de animal muerto. -has paro huevo- murmura al franelero.
Se siguen riendo y juegan a cogerse como perros, -así puto, así se la están metiendo-.
Adán camina hacia ellos, el Huevo suelta a su compañero y agarra al Picachú de una oreja, lo sacude como si quisiera arrancársela, está a punto de chillar, suelta el banco y su mercancía, se soba la oreja lastimada. El Huevo moja algodón y le dice -órale Picachú, pero ya vete a chingar a tu perra madre-, Adán toma el regalo, se lleva la mano a la nariz e inhala con fuerza.
La noche es un árbol en llamas...
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