domingo, 25 de enero de 2015

soledad erotizada




XI

Fui a la cocina y puse en la estufa la pequeña cafetera de espresso. Preparé para tres tazas, hasta el tope de grano, era lo último de la lata, así que  le di fin al contenido.
Mientras llegaba el hervor, me senté a hojear un libro de fotografías. Desnudos femeninos de finales del XIX, impresiones en blanco y negro posteriormente iluminadas con acuarela. Imágenes de aparente intimidad.
Leí algo sobre los fotógrafos, información muy básica, pero en su mayoría se desconoce el nombre de los autores. No sigo un orden, hojeo y me detengo cuando aparece algo.
Recuerdo cuando compré este ejemplar, nueve años atrás, lo pensé dos veces antes de desembolsar esa cantidad de dinero, pero no podía abandonar la librería sin llevarme esas imágenes antiguas a casa. Sin embargo no fueron a casa conmigo, ya que me dirigía al trabajo  y allí se quedaron, en el librero de mi cubículo, allí fue donde  hojee con calma durante mi tiempo libre.
Ahora que lo vuelvo a estudiar, descubro otros detalles. Aunque siguen siendo las mismas mujeres desnudas, las recámaras donde descansan me resultan de gran interés. Son otras,  al igual que las mujeres, también se desnudan.  Muestran la intimidad de su historia. Antes no me di cuenta, pienso que mi mirada no estaba lista. 
Cortinas pesadas, celosas telas que repudian el coqueteo de la luz natural. Aman la palidez de los cuerpos, tonalidad de interiores apagados. Cómplices del silencio inerte.
Allí es donde el musgo crece, bajo los tapetes, envenenando el ambiente de las habitaciones de los ancianos. Guardapolvo para asmáticos ahogados en flemas.
Hay una habitación en particular que fue decorada con una gran cortina bordada con hilos de oro,  debido al granulado de la fotografía no aseguro que las rítmicas imágenes sean flores de lis  u otro tipo de  elementos florales.  No  puedo evitar pensar en lo simbólico de dichos detalles.  Hilo de oro que evoca ornamento y virtud. El confort y la privacidad de la celda. Almeja que incuba perlas.
Allí, en ese escenario, ellas, las mujeres,  muestran sus jóvenes secretos. Aparentan abandono, pretenden retratos de soledad erotizada, juegan a masturbarse mientras el Señor de la casa embadurna a sus amantes. Se miran en espejos que delatan su derrumbe prematuro. ¿cómo hubiera podido abandonarlas en la librería? Esas imágenes navegan sobre el vaho de la Historia.
Casi puedo olfatear el aroma de las sábanas sobre las que descansan sus sexos.
La cafetera inicia su ebullición, estará listo en medio minuto más. El aroma del espresso hiede tanto como una panocha fértil.
Vuelvo a las imágenes. Esas  mujeres han muerto, su lubricidad se acabó. No queda más que imaginar que su vida siguió por un tiempo más, después de hacer las fotos.  Qué importa, están muertas. Ahora sólo son una hoja de papel y una página.
No más que un puñado de imágenes para mirar mientras el agua se filtra entre los granos de café.
Concluyo que el mobiliario es el verdadero protagonista de esta colección de imágenes.  Sin éste, no habría historias que contar.
Me levanto y apago la hornilla. El departamento destila el aroma de la bebida que ha teñido mi dentadura. Amarillo ocre, cercano al sepia.
Ya con la taza servida me asomo desde la ventana de la sala, el estacionamiento esta casi vacío. Hay un camión de mudanzas, un par de hombres bajan muebles para llevarlos escaleras arriba.  Una mujer supervisa el trabajo. Algo grita, no alcanzo a entender, los hombres bajan un sofá y se colocan guantes que la mujer les extiende. Es un sofá color hueso, parecido al mío, pero el de ella es impecable. En cambio el mío, es del color de un mingitorio público. Debo reconocer que ha resistido como un campeón. Posee entre sus cicatrices todo tipo de secreciones y rastros de vino tinto, cerveza y otros.
Cuando compré este libro, traía en mente la idea de tomar un curso de fotografía en el museo de la imagen, en metro Balderas. Me hice de una cámara usada y proyecté la captura de desnudos femeninos. Leonor fue mi primer modelo, rentamos la habitación de un hotel en la calle de Cuba, escogí el más jodido pensando en la posibilidad de un escenario decadente. Hice las tomas, bebimos  ron y fumamos un poco. Volví a hacer tomas, ella borracha, yo marihuano. Nos bañamos y seguimos bebiendo hasta quedarnos dormidos. Agoté dos rollos de película, seguro estuve de lograr imágenes como las planeadas. Recuerdo que en algún momento bailamos, pero me tropezaba de borracho.
Despertamos al medio día, el frío que entraba por las ventanas abiertas no fue capaz de despertarnos antes. Estábamos agotados.
Desayunamos y regresamos a casa. No había sol, las nubes aplacaban su eterno protagonismo. Volvimos a quedarnos dormidos el resto de la tarde. Pensé en guardar los carretes para revelarlos yo mismo en cuanto estuviera inscrito en el curso de fotografía. Pero todo se postergó. La furia regresó a nuestra mesa de centro, el sol volvió a calcinarnos. La felicidad de esas horas se quedó allí, guardada en la celulosa. 

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