XI
Fui a la cocina y
puse en la estufa la pequeña cafetera de espresso. Preparé para tres tazas,
hasta el tope de grano, era lo último de la lata, así que le di fin al contenido.
Mientras llegaba el
hervor, me senté a hojear un libro de fotografías. Desnudos femeninos de
finales del XIX, impresiones en blanco y negro posteriormente iluminadas con
acuarela. Imágenes de aparente intimidad.
Leí algo sobre los
fotógrafos, información muy básica, pero en su mayoría se desconoce el nombre
de los autores. No sigo un orden, hojeo y me detengo cuando aparece algo.
Recuerdo cuando
compré este ejemplar, nueve años atrás, lo pensé dos veces antes de desembolsar
esa cantidad de dinero, pero no podía abandonar la librería sin llevarme esas
imágenes antiguas a casa. Sin embargo no fueron a casa conmigo, ya que me
dirigía al trabajo y allí se quedaron,
en el librero de mi cubículo, allí fue donde
hojee con calma durante mi tiempo libre.
Ahora que lo vuelvo a
estudiar, descubro otros detalles. Aunque siguen siendo las mismas mujeres
desnudas, las recámaras donde descansan me resultan de gran interés. Son
otras, al igual que las mujeres, también
se desnudan. Muestran la intimidad de su
historia. Antes no me di cuenta, pienso que mi mirada no estaba lista.
Cortinas pesadas,
celosas telas que repudian el coqueteo de la luz natural. Aman la palidez de
los cuerpos, tonalidad de interiores apagados. Cómplices del silencio inerte.
Allí es donde el musgo
crece, bajo los tapetes, envenenando el ambiente de las habitaciones de los
ancianos. Guardapolvo para asmáticos ahogados en flemas.
Hay una habitación en
particular que fue decorada con una gran cortina bordada con hilos de oro, debido al granulado de la fotografía no
aseguro que las rítmicas imágenes sean flores de lis u otro tipo de elementos florales. No
puedo evitar pensar en lo simbólico de dichos detalles. Hilo de oro que evoca ornamento y virtud. El
confort y la privacidad de la celda. Almeja que incuba perlas.
Allí, en ese
escenario, ellas, las mujeres, muestran
sus jóvenes secretos. Aparentan abandono, pretenden retratos de soledad
erotizada, juegan a masturbarse mientras el Señor de la casa embadurna a sus
amantes. Se miran en espejos que delatan su derrumbe prematuro. ¿cómo hubiera
podido abandonarlas en la librería? Esas imágenes navegan sobre el vaho de la
Historia.
Casi puedo olfatear
el aroma de las sábanas sobre las que descansan sus sexos.
La cafetera inicia su
ebullición, estará listo en medio minuto más. El aroma del espresso hiede tanto
como una panocha fértil.
Vuelvo a las
imágenes. Esas mujeres han muerto, su
lubricidad se acabó. No queda más que imaginar que su vida siguió por un tiempo
más, después de hacer las fotos. Qué
importa, están muertas. Ahora sólo son una hoja de papel y una página.
No más que un puñado
de imágenes para mirar mientras el agua se filtra entre los granos de café.
Concluyo que el
mobiliario es el verdadero protagonista de esta colección de imágenes. Sin éste, no habría historias que contar.
Me levanto y apago la
hornilla. El departamento destila el aroma de la bebida que ha teñido mi
dentadura. Amarillo ocre, cercano al sepia.
Ya con la taza
servida me asomo desde la ventana de la sala, el estacionamiento esta casi
vacío. Hay un camión de mudanzas, un par de hombres bajan muebles para
llevarlos escaleras arriba. Una mujer
supervisa el trabajo. Algo grita, no alcanzo a entender, los hombres bajan un
sofá y se colocan guantes que la mujer les extiende. Es un sofá color hueso,
parecido al mío, pero el de ella es impecable. En cambio el mío, es del color
de un mingitorio público. Debo reconocer que ha resistido como un campeón.
Posee entre sus cicatrices todo tipo de secreciones y rastros de vino tinto,
cerveza y otros.
Cuando compré este
libro, traía en mente la idea de tomar un curso de fotografía en el museo de la
imagen, en metro Balderas. Me hice de una cámara usada y proyecté la captura de
desnudos femeninos. Leonor fue mi primer modelo, rentamos la habitación de un
hotel en la calle de Cuba, escogí el más jodido pensando en la posibilidad de
un escenario decadente. Hice las tomas, bebimos
ron y fumamos un poco. Volví a hacer tomas, ella borracha, yo marihuano.
Nos bañamos y seguimos bebiendo hasta quedarnos dormidos. Agoté dos rollos de
película, seguro estuve de lograr imágenes como las planeadas. Recuerdo que en
algún momento bailamos, pero me tropezaba de borracho.
Despertamos al medio
día, el frío que entraba por las ventanas abiertas no fue capaz de despertarnos
antes. Estábamos agotados.
Desayunamos y
regresamos a casa. No había sol, las nubes aplacaban su eterno protagonismo.
Volvimos a quedarnos dormidos el resto de la tarde. Pensé en guardar los
carretes para revelarlos yo mismo en cuanto estuviera inscrito en el curso de
fotografía. Pero todo se postergó. La furia regresó a nuestra mesa de centro,
el sol volvió a calcinarnos. La felicidad de esas horas se quedó allí, guardada
en la celulosa.
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