sábado, 11 de diciembre de 2021

 

 BRUMA




A bordo del metrobús, que como de costumbre estaba totalmente lleno de pasajeros, y respirando aire caliente bajo el cubrebocas, alcanzó a mirar entre un par de cabezas somnolientas el paisaje que esa mañana les regalaba el amanecer de noviembre. Por breves instantes la ruta del metrobús se eleva por arriba de la ciénega de cuemanco, que esa mañana estaba amasada por una blanquecina bruma. El vaho del otoño navegando sin prisa tomó a todos los pasajeros por sorpresa.

La caricia del vaho sobre nuestros ojos resecos, pensó él. Nada tan lejano al áspero concreto de los paisajes cotidianos de esta ciudad, que hieren y exorcizan ilusiones…

La bruma se le incrustó cráneo adentro.

Llegó la quinta ronda de cerveza. El tarro lucía una corona brumosa.

Ella regresaba del sanitario. Su ámbar silueta era una ola calma en dirección suya, pero como toda ola, bien pudo cambiar su ruta y perderse, sin embargo, llevó caracoles y pequeños peces de colores hasta su mesa. Él le entregó una amplia sonrisa y unos ojos acuosos, acuáticos, quizás.

Brindaron una vez más, esta ocasión fue por la coincidencia de los números, antes había sido por la sal de las tierras del sur. Un poco del salitre de los manantiales, y otro tanto por los manglares.

¿Qué hay en la vida sino tramposas coincidencias?

Su palma ya había incursionado sobre el hombro terso, y un poco también el acantilado de la espalda. Una mirada a la caída libre, tan escandalosa, tan palpitante, tan humana.

No hay hechizo eterno. Pero las brujas se dan sus mañas para alargar las noches y las madrugadas.  Ocultan sus secretos entre la cabellera y otras partes del cuerpo, y juran que no es cierto, que todo es una ilusión del incauto, de aquél que bebe a sabiendas que sufrirá del embrujo, del efecto que teme, sin embargo, desea, por el cual clama su sangre.

Y así juegan, con los tarros sobre la mesa, las miradas navegantes, las manos que escudriñan y constatan, con las palabras que coinciden y huyen por temor a las promesas.

Así, al paso de las horas y los días, la bruma se disipa.

Ya habrá más mañanas de otoño, piensa él, mientras mira el azul del cielo despejado de un día cualquiera.




viernes, 26 de febrero de 2021

Hombres isla

 


La imagen es vaga, pero sólo al principio…

Serían las tres, o tal vez las cuatro de la tarde. Que es la hora en que suelen encontrarse.

Él la vio acercarse despacio, sonriente, con una mirada profunda, de esas que uno puede señalar como indescifrables.

Consciente de que debía guardar la distancia, ya que los protocolos de la pandemia así lo dictaban, él se detuvo, y también sonrió. No podía, o no debía haber lugar para el saludo efusivo, pese a que llevaran tiempo sin encontrarse, pero las cosas así eran. Y no sólo por la protección de su propia salud, sino, de manera muy consciente, del cuidado de las familias de ambos. Ya que, él se había encontrado con otras personas en espacios abiertos, a las que tuvo que solicitar distancia, obteniendo variadas reacciones como respuesta, desde el enojo hasta la burla. Pero este no era el caso. Se conocían bien, y se sabían personas responsables e informadas sobre la alarmante situación sanitaria en todo el planeta.

Sin embargo, aunque lento y desde luego, cadencioso, el paso de ella, no se detuvo. De hecho, alargó la mano, y lo tomó del brazo.

Él permaneció inmóvil, miró la mano delgada y suave, dirigirse a su brazo izquierdo, y sintió cómo el otro cuerpo tiraba un ancla junto a la isla de su cuerpo. Sí, la isla de su cuerpo.

Hombres isla, Mujeres isla, no había posibilidad de ser Pangea nuevamente. Los continentes, así como los pueblos, se habían desmoronado a toda prisa, temerosos del contagio, recelosos del contacto…

Ella alargó la otra mano y al fin, eso era lo más parecido a un abrazo. Y el hecho de que no pudiéramos clasificarlo como tal, se debía a la aún inexistente reacción de él, que lleno de incredulidad le dijo: no, se supone que no podemos…, lo dijo con voz débil. Cuál débil solía ser su oposición a acciones ligadas a la relajación moral. Pero, en esta ocasión, lo decía con un mayor porcentaje de sincera preocupación.

Ella, quién solía conducirse con la consciencia más firme, sonrió. Y acercó su rostro para darle un beso en la mejilla. Para entonces, teníamos ya un palpitante abrazo. Es extraño y a la vez interesante el cómo los roles pueden mutar y sorprender.

Ella frotó su nariz sobre la mejilla y se deslizó hasta los labios de él, y el beso húmedo dio paso a las siguientes palabras dichas por ella: No te preocupes, esto lo he planeado desde hace tiempo, lo tengo todo arreglado…

Él entendió perfectamente que era ese “todo”. Sin embargo, él no tenía un plan, una cuartada. Así que, en un instante, volvió a su rol natural, a ése que le fue dado, y se dejó llevar por el huracán que había hecho coincidir a esos fragmentos de archipiélago.

El resto de la historia está llena de simbolismos.

Él recuerda que no era solo ella, era también otra mujer, pero no pudo ver su rostro. O tal vez sí, también era ella…

Podría dibujar con todo detalle ese rostro pleno, los cabellos como brisa, los senos bronceados. Podría describir el ritmo de ese vaivén montado sobre su pelvis. A veces violento, a veces como oleaje en retirada: llevándose todo…