Hace una semana degollé
al padre, esta mañana, al hijo.
El padre ya estaba viejo,
pero peleó más, no renunció tan fácilmente hasta dar el último aliento. Estoy
seguro de que amaba más a la vida, ya que había visto más amaneceres, cuya fría
humedad matutina fue engrosándole la piel y la fuerza de voluntad. Desde que
vio el afilado puñal dirigiéndose a su cuello comprendió que no habría más
placeres por delante.
Cuando el hijo era
pequeño, el padre lo miraba con una actitud parecida al orgullo, cuidó de él, y
atestiguó su sano desarrollo y paulatino fortalecimiento, vaya, es la labor de
todo padre. La cosa es que realmente creció y se hizo fuerte, incluso
temerario.
El padre no sangró
demasiado, arrojó una sangre prieta que coaguló casi de inmediato, sería por su
edad, sería por su furia, o quizás por haber nacido en tierra caliente.
De un tiempo a la fecha,
la relación entre ellos sufrió un drástico cambio, al padre empezó a
incomodarle la idea de que el hijo representara una competencia. Él era el
macho deslumbrante, gallardo, poderoso, cómo diablos es que su hijo podría
pretender robarle espacio y canto. Así que, no reparó en darle golpizas
escandalosas, vaya jaleo demencial.
En más de una ocasión el
hijo salió huyendo al jardín, despavorido, lastimado, pasaba las noches afuera,
en algún rincón, temeroso de la furia del padre.
Antes del amanecer
irrumpían en el sueño de los vecinos, cada uno a su voz y bravura anunciaban la
partida de la noche, el adiós a la frescura nocturna y sus lejanos destellos.
Así fue por años, su canto hizo de este barrio un sitio alejado de la
vulgaridad citadina.
El calor que emana de sus
cuerpos degollados emite un vapor casi agradable, aún frente a tan funesto
paisaje. Abrirlos para extraer sus entrañas verdosas, amarillo cadmio, rosa
alizarina, azul Prusia, rojo indio…, vísceras que dieron oxígeno a esos bellos
cantos.
Los últimos meses fueron
los más caóticos, quizás ante el temor de tener que enfrentar a nuevos machos,
jóvenes, torpes, impetuosos, con dorado plumaje, sí, seguro debido a ello, destrozaron
cada huevo nuevo, apenas la gallina se levantaba del cajón, se atropellaban
para ser el primero en partir el cascarón, poner fin a toda posibilidad de
competencia, de sustituto, y, por si no fuera suficiente con ello, danzaban
sobre los restos del gallo no nato, gritaban eufóricos y se mostraban listos
para el apareamiento eterno.
El hijo se hizo más
fuerte, se adueñó de los cortejos y sus placeres, el padre intentaba doblegarlo,
pero ya no fue posible. Su tiempo se había ido…
Una mañana encontré al
padre hundido en el interior de un bote, con la cabeza bajo las alas, casi
muerto, con cuidado lo levanté y lo llevé al jardín, había perdido un ojo, una
de sus alas ya no se sostenía con la fuerza habitual. Se puso de pie con
dificultad, pero en breve retomó su lastimada gallardía, cantó su regreso a la
vida, picoteó el pasto, bebió agua de una lata que le acerqué, fue a refugiarse
a un rincón, allí donde el hijo solía hacerlo antes de doblegar a su padre.
Esta mañana, mientras
desplumaba al hijo, ya no hubo belleza. Vaya, son animales de granja, eso queda
claro, pero su plumaje era de una belleza incomparable, y su canto…
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