sábado, 23 de noviembre de 2024

  

Los ojos de Lu

 




Será por eso que la gata  me trae recuerdos vagos, como si en otra vida hubiera conocido su leguaje, no lo sé, su mirada, pero bueno, la noche en que sentados frente a frente en la mesa del Beto´s, Lu me dijo sonriente y segura, lo que más me gusta de ti, es la cara de perro que tienes…, sí, eso me gusta de ti, pareces perro, y lo decía con sus ojos felinos, desorbitados, como mirando una polilla revolotear frente a mí.

Lu, de estatura enorme, morena, de cabello corto y puntas que cubrían su frente, otras más que curveaban desde sus orejas, jeans acampanados y ombliguera negra, al igual que el color de sus botas. Nacían los años noventas, en ese lugar tocaba un grupo de covers de rock, al sur de la ciudad eso era lo mejor que podías conseguir para una cita de viernes por la noche. Caminar junto a ella era extraño, tenía que mirarla hacia arriba, y al parecer, eso la complacía, me empujaba de vez en vez con su hombro, coqueteaba con ligera rudeza, situación que contrastaba con lo dulce de su perfume y su abrazo suave y reconfortante.

Nuestras citas eran caminatas nocturnas, fumábamos un cigarrillo tras otro, pero sin prisa. A veces, el silencio era una nube que nos envolvía. Nos sentábamos en las banquetas a mirar la luna, a hablar sobre los libros escritos por hombre muertos, a contarnos películas que ya nadie veía o que aún no descubrían otros. Ahora que su figura viene a mi memoria, pienso que era hermosa, su mirada resplandecía al mirarme, me llenaba de luz en aquellos años de oscuridad, de tristeza diaria, de miedo al incierto porvenir.

Simplemente no llamé más, ella lo hizo un par de veces y se encontró con mi furiosa tristeza, esa que es palabra muda, hiriente. Esperaba más de mí, pero la abandoné como hacía con casi todo.

Cuando la gata llegó a la casa hice lo posible por apartarla de mi lado, mis múltiples alergias siempre han sido un buen argumento para evadir lugares y personas. Pero no fue posible evitar que ésta ganara poco a poco espacio en todas las habitaciones. Mi hija decidió llamarla cometa, por el mechón blanco que lleva en la frente y que contrasta con su absoluta negrura. La encontró rondando nuestra puerta un domingo de octubre, y desde entonces está entre nosotros. Al principio me miraba desde los rincones, con ojos curiosos, a sabiendas de que yo no la llamaría para alisar su alborotado pelaje, pero ellas siempre apuestan al tiempo, a los momentos que habrán de suceder tarde o temprano.

Me quedé solo en casa, había sido una semana agotadora y decidí tirarme en la cama aprovechando la calma que se respiraba. Dormí mucho tiempo, dos o tres horas quizás, soñé situaciones absurdas, justo como son los sueños, desperté con más cansancio del inicial, así que simplemente me giré para cambiar de posición y continuar descansando, fue en ese momento cuando todo sucedió. Cometa brincó sobre mi pecho y sentí hundirme en un abismo, sentí perder la respiración y la conciencia. Desperté hasta el día siguiente, mi mujer dice que al regresar se encontró a la gata en la calle, sentada frente a la puerta, la cargó para llevarla adentro nuevamente, y al verme tan profundamente dormido decidió no contarme lo sucedido.

Todo ha cambiado en casa. Cometa pasa más tiempo en nuestra habitación que en cualquier otro espacio de la casa, mi mujer dice que durante el día se acurruca en mi almohada, y no entiende porqué la gata se mete en el cesto de la ropa sucia y saca mis camisas y demás prendas para frotarse sobre ellas.

Cometa suele estar esperando mi llegada en el balcón de la casa, baja apresurada y lame mis dedos, los olisquea, los lame, busca mi caricia sobre su lomo, se estremece para luego escalar sobre mi regazo y mirarme de frente, con esos ojos que contienen millones de colores, millones de historias, tan abiertos que pareciera que hubiera frente a mí, una polilla revoloteando.

sábado, 6 de julio de 2024

Verano en la Tierra

 




Puso los pies descalzos sobre el piso y lo sintió resbaladizo, terminó de incorporarse y fue a aumentar la potencia del ventilador, iba a volver a la cama cuando ella le dijo súbelo a una silla, así refrescará mejor, y así lo hizo. El verano no daba tregua.

Se tendió desnudo boca abajo, y a su memoria llegó esa escena en el transporte público, una semana atrás, serían las tres de la tarde y los pasajeros dormitaban entre asfixiados y deshidratados por el inclemente calor de ciudad, dos señoras platicaban mientras agitaban folders frente a sus caras, a manera de abanicos, pero aun así sudaban sin parar, y una le dice a la otra, estos calores ya duraron, y nada que llueve, dios sabrá por qué, y la otra respondió segura, esto ya no cambia, ya estamos  chingados, el infierno es en la Tierra.

Ella tenía metida la cara bajo la almohada, algo murmuró, él siguió con sus recuerdos de la semana, su temperatura corporal seguía alta, sentía sofocarse, finalmente se quedaron dormidos, arrullados por el zumbar del ventilador.

En la otra habitación un hombre mayor terminaba de rasurarse, estaba casi listo para salir, veía la televisión mientras raspaba sus mejillas con el rastrillo, se puso la camisa y ajustó la corbata marrón, se calzó los zapatos brillosos, agregó unas gotas más de colonia a su rostro y tomó la mochila que estaba junto a la puerta, apagó la televisión. Y con cierto sigilo se acercó a la pared compartida de la otra habitación, pegó la oreja, expectante, esperaba escuchar más movimientos bruscos, sollozos, agitaciones placenteras, pero sólo escuchó el leve zumbido de un ventilador.

Afuera la ciudad ardía, se hablaba de la sequía más larga de las últimas décadas, no llovería nunca más. La señora tenía razón, el infierno es en la Tierra.

Ella sacó la cabeza y se acomodó el cabello, vio que él seguía dormido boca abajo, con cuidado trepó una pierna, luego la otra y finalmente quedó sobre él, palpando con suavidad los hombros y los brazos, sus pieles volvieron a sentirse completas.

 

viernes, 15 de marzo de 2024

Ciudades nómadas

 




Aún no empezaba la primavera, pero la ciudad ardía desde hacía ya tres semanas. Los termómetros reportaban máximas de 32 grados, pero a bordo del transporte público esto era superado con creces.

Rebasados los 9 millones de habitantes capitalinos, y con la afluencia de quienes vienen por ocho horas a trabajar desde los estados circundantes, los andenes y paraderos del transporte público son ruidosos hormigueros devorando migajas de galleta con forma de ciudad.

Hordas de trabajadores, amas de casa y estudiantes luchan cuerpo a cuerpo para entrar al vagón, se despeinan, rompen sus ropas y calzado sin intención de dañar a nadie, y sin embargo sucede. He visto peleas a las 6:30 de la mañana, cuando cientos de desmañanados, con ojeras, cabello mojado, y con el estómago vacío no toleran el tropiezo o el jaloneo de mochila, pero a pesar de ello, siempre se escucharán los gritos llamando al orden: Ya cálmense cabrones, todos vamos al jale…

Y así, cada mañana, y también cada tarde, las hordas de murciélagos regresan a sus madrigueras huyendo del sol siniestro.

Hombres y mujeres dormitan de pie a falta de asientos disponibles, poco espacio, no queda posibilidad para marcar límites entre cuerpo y cuerpo.

El conductor de este viaje vespertino debe odiar al mundo, parece que quiere volcarnos y así reducir el número de habitantes. Somos sobrevivientes, hemos aprendido a soportar la asfixia, a aferrarnos a los pasamanos, y a mantener la calma.

Los que no dormitan, observan videos en su celular, usan audífonos atornillados a sus orejas, desaparecen en tanto llegan a su destino.

Esta tarde he estado observando a una pareja de mediana edad, están justo al centro de los dos trozos de camión, ella, recargada contra el acordeón plástico, él, tomado del pasamanos lateral, casi rodeando el cuerpo de ella, quien lleva una blusa con los hombros desnudos, se acomoda el cabello y sonríe, él se aproxima y solloza en su oído, besa su hombro, cierra los ojos, ella suspira, él agita un folder frente a ella a manera de abanico, ambos sudan. Ahora ella susurra al oído de él, el ríe con fuerza, ella le tapa la boca y lo regaña con la mirada de sus ojos brillantes, él toma un mechón de su cabello, lo alacia, admira su tersura, su brillo, para luego colocarlo con cuidado sobre el hombro desnudo.

Hay ciudades dentro de la ciudad de México, ciudades que transitan, ciudades nómadas. Todo sucede aquí, a bordo. Gente leyendo, otros dormitando o de plano en sueño profundo, hay quienes miran series en su celular, videos de todo tipo, quienes aprovechan para comer lo que sobró en su toper, quien compró una torta o cacahuates, los he visto bebiendo para seguir la fiesta, o para sobrevivir a la borrachera de la noche anterior, también he visto a quienes lloran leyendo mensajes de texto, a quienes indagan en la vida de otros en redes sociales, a quienes concertan citas en aplicaciones para adultos solitarios, quienes se besan intensamente, quienes se devoran antes de llegar a la estación donde sus caminos se separan, quienes se despiden con un abrazo estremecedor a manera de promesa, y los hay también suicidas, quienes se arrojan bajo las llantas de este ir y venir de historias errantes, con la esperanza, quizás, de abordar un vagón que sí los lleve a buen destino.