Los ojos de Lu
Será por eso que
la gata me trae recuerdos vagos, como
si en otra vida hubiera conocido su leguaje, no lo sé, su mirada, pero bueno,
la noche en que sentados frente a frente en la mesa del Beto´s, Lu me dijo
sonriente y segura, lo que más me gusta de ti, es la cara de perro que tienes…,
sí, eso me gusta de ti, pareces perro, y lo decía con sus ojos felinos,
desorbitados, como mirando una polilla revolotear frente a mí.
Lu, de estatura
enorme, morena, de cabello corto y puntas que cubrían su frente, otras más que
curveaban desde sus orejas, jeans acampanados y ombliguera negra, al igual que
el color de sus botas. Nacían los años noventas, en ese lugar tocaba un grupo
de covers de rock, al sur de la ciudad eso era lo mejor que podías conseguir
para una cita de viernes por la noche. Caminar junto a ella era extraño, tenía
que mirarla hacia arriba, y al parecer, eso la complacía, me empujaba de vez en
vez con su hombro, coqueteaba con ligera rudeza, situación que contrastaba con
lo dulce de su perfume y su abrazo suave y reconfortante.
Nuestras citas
eran caminatas nocturnas, fumábamos un cigarrillo tras otro, pero sin prisa. A
veces, el silencio era una nube que nos envolvía. Nos sentábamos en las
banquetas a mirar la luna, a hablar sobre los libros escritos por hombre
muertos, a contarnos películas que ya nadie veía o que aún no descubrían otros.
Ahora que su figura viene a mi memoria, pienso que era hermosa, su mirada
resplandecía al mirarme, me llenaba de luz en aquellos años de oscuridad, de
tristeza diaria, de miedo al incierto porvenir.
Simplemente no
llamé más, ella lo hizo un par de veces y se encontró con mi furiosa tristeza,
esa que es palabra muda, hiriente. Esperaba más de mí, pero la abandoné como
hacía con casi todo.
Cuando la gata
llegó a la casa hice lo posible por apartarla de mi lado, mis múltiples
alergias siempre han sido un buen argumento para evadir lugares y personas. Pero
no fue posible evitar que ésta ganara poco a poco espacio en todas las
habitaciones. Mi hija decidió llamarla cometa, por el mechón blanco que lleva
en la frente y que contrasta con su absoluta negrura. La encontró rondando
nuestra puerta un domingo de octubre, y desde entonces está entre nosotros. Al
principio me miraba desde los rincones, con ojos curiosos, a sabiendas de que
yo no la llamaría para alisar su alborotado pelaje, pero ellas siempre apuestan
al tiempo, a los momentos que habrán de suceder tarde o temprano.
Me quedé solo
en casa, había sido una semana agotadora y decidí tirarme en la cama
aprovechando la calma que se respiraba. Dormí mucho tiempo, dos o tres horas
quizás, soñé situaciones absurdas, justo como son los sueños, desperté con más
cansancio del inicial, así que simplemente me giré para cambiar de posición y
continuar descansando, fue en ese momento cuando todo sucedió. Cometa brincó
sobre mi pecho y sentí hundirme en un abismo, sentí perder la respiración y la
conciencia. Desperté hasta el día siguiente, mi mujer dice que al regresar se
encontró a la gata en la calle, sentada frente a la puerta, la cargó para
llevarla adentro nuevamente, y al verme tan profundamente dormido decidió no
contarme lo sucedido.
Todo ha
cambiado en casa. Cometa pasa más tiempo en nuestra habitación que en cualquier
otro espacio de la casa, mi mujer dice que durante el día se acurruca en mi
almohada, y no entiende porqué la gata se mete en el cesto de la ropa sucia y saca
mis camisas y demás prendas para frotarse sobre ellas.
Cometa suele
estar esperando mi llegada en el balcón de la casa, baja apresurada y lame mis
dedos, los olisquea, los lame, busca mi caricia sobre su lomo, se estremece
para luego escalar sobre mi regazo y mirarme de frente, con esos ojos que
contienen millones de colores, millones de historias, tan abiertos que pareciera
que hubiera frente a mí, una polilla revoloteando.
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