martes, 8 de noviembre de 2011

La mujer más triste del edificio



A pesar de ser un hombre que ha sufrido en carne propia los efectos del desengaño amoroso (o quizás, por eso mismo), he de confesar, que hay días y también hay noches, en que me he enamorado. Han sido apenas unos minutos, pero se que es amor de ese, del que uno no cree que exista, del que cuando uno apenas tiene la conciencia de que lo es, de inmediato, se convierte en otra cosa, una sensación vaga, un preámbulo, una ausencia de sentido, y entonces, uno sigue con las actividades del día, o simplemente se va a la cama con la esperanza de dormir un poco más que la noche anterior.
G es una mujer que vive en el sexto piso del edificio en que también, yo tengo mi departamento. Tengo la teoría de que somos los únicos del edificio que vivimos solos, es decir, sin pareja, hijos o cosa por el estilo. Yo apenas cuento con un par de plantas que gracias a su propia necedad, aún no se han secado. Ella, no lo sé, quizás tenga más plantas que yo, pero lo que sí tiene, es un piano.
Recuerdo aquella ocasión en que hubo una junta para designar a uno de los habitantes como el que administrara los dineros para el mantenimiento del edificio, alguien que tuviera conocimientos en el área sería el adecuado, sugirió una señora acompañada de su esposo, ambos , un par de jubilados con ganas de hacer amigos. Miradas evasivas y de inmediato deslindes justificados: yo casi no estoy en casa, y mi esposo sale de viaje, dijo una mujer, otro argumentó que no quería tener conflictos con los vecinos, ya que el dinero siempre los genera, y entonces G, mujer blanca de mirada triste pero tranquila, adelantó la voz y dijo: yo no podría ser la persona adecuada para esta tarea, nunca he sido buena para las matemáticas, por eso me dediqué a la música. –hay que bonito- dijo la jubilada, ¿y qué canciones canta usted? Toco el piano, soy concertista señora. No canto. Concluyó su participación y adoptó un gesto serio. Nadie preguntó nada más. Desde entonces, es el único nombre que he memorizado de los que habitamos este edificio.
No volví a otra junta. No me relaciono ni con los viejos ni con los nuevos habitantes. Compartir muros con ellos ya es más que suficiente.
He coincidido con G en la entrada de la unidad habitacional, pero siempre mira al piso o algo en el aire, lejos de mi persona. No pretendo mirarla de alguna forma, pero me agradaría que al menos diera muestras de que también tiene esa teoría de que somos los solitarios de este gallinero de familias. Su mirada me lo diría. Las pupilas hablarían, -sí, ya se que tu también vives solo como yo, que cada vez que sales o entras tienes que echar llave. Nadie espera, nadie se irá. Sé lo que es dar vueltas en el departamento de madrugada mientras los demás abrazan la espalda de sus parejas, mientras ellos se mandan a la mierda, y mientras otros se penetran con cuidado para no despertar a los hijos-.
Algunas mañanas un melódico murmullo me hace regresar a la conciencia del nuevo día. Sus dedos se deslizan sobre el gran piano de madera. Es como la luz tras la tormenta, asoma con suavidad por entre las nubes hasta tocar mi piel somnolienta. Amanece.
Dibujo su imagen en mi mente.
Debe amar a alguien que no está a su lado. Las ojeras del insomnio me lo han dicho. Su cabello opaco apenas recogido por una liga negra son la clara muestra del abandono. Sale a tirar la basura con el mismo entusiasmo con el que regresa con la leche y el pan recién comprados.
También por las noches he escuchado los conciertos para piano que algún clásico habrá compuesto pensando en la soledad de sus futuros intérpretes. Y así, de a poco, he conciliado el sueño. Siempre pensándola como la mujer más triste del edificio, y quizás de toda la ciudad.
Hace una semana salí hacia el trabajo, apreté el botón con insistencia y al fin, la puerta del elevador se abrió. Allí estaba G. Las puertas se cerraron y allí estábamos, cada quién mirando un punto inexistente. El tiempo del descenso es corto, pero las señales siempre son de tan rápidas, casi imperceptibles. Por el espejo me di cuenta que me miraba. Los zapatos, el pantalón y luego la nuca. Me di vuelta y la miré a los ojos. Desconcertada escuchó mis buenos días acompañados de su nombre. Turbada movió la cabeza aceptando el saludo. Salió a prisa en la planta baja.
Esta mañana, te estuve observando mientras te untabas crema en el cuerpo, saliste de bañarte envuelta en la toalla cubriéndote todo el cuerpo, pensando que yo estaría despierto y esperando para mirar tu desnudez. Así fue, aunque fingí dormir, seguro lo supiste. Te despojaste de la toalla y con ella terminaste de sacar tu cabello, te pusiste crema, todo el ritual hasta el maquillaje. Nunca volteaste hacia mí. Yo no me perdí detalle. Te imaginé haciendo lo mismo en tu casa, debes hacerlo así cada mañana, y mientras lo haces, tus pensamientos estarán de un sitio a otro, de un pendiente al otro, quizás, de un hombre a otro. Miré tu cara enrojecida por el agua caliente, tus párpados aun hinchados, la parte de tu espalda que nunca podrás mirarte. Te ajustaste los jeans, quitaste una pelusa de tu suéter, lo alisaste. Perfume en el cuello. Guardaste la ropa sucia en tu bolso, perfectamente doblada, cada movimiento de tus manos parece dejar tras de sí una estela de algo, no sé de qué, pero sucede.
Treinta minutos o un poco más, el tiempo que te tomó alistarte, casi lo mismo que G dura al piano cada mañana. Algunas noches dedica más tiempo. Me incorporo y sonríes segura de tu apariencia. Eres hermosa. Estás por irte y la nostalgia asoma un pie a la habitación.
Ahora, el silencio es un polvo que vuelve a cubrir los sillones y todo el piso del departamento.
Cuando esos compositores crearon su música tuvieron que mirar lo que yo presencié contigo esta mañana. El ritual del cabello, la crema sobre tus muslos, los párpados lastimados por el nuevo día. No encuentro otra explicación a las notas que de tan íntimas, hieren como un cáncer.

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