Días de Derrota
I
Mi nombre es Santiago Romero, aunque para la mayoría de la gente soy Romero a secas.
Mi ex mujer solía mirarme con gran seguridad, creía que ella era la única mierda aferrada a la suela de mis zapatos. Pero estaba equivocada.
He llegado a almacenar tal cantidad de mierda en mis botas, que hasta he ganado algunos centímetros de estatura.
Lejos de ocultar ese lastre escatológico, lo llevo a todas partes. Así, mis pasos son más sólidos, más seguros.
Con mis botas batidas en mierda he pateado el culo del sol y he corrido sobre charcos a mitad de una tarde con la lluvia a cántaros.
Con ese par te he dicho cuanto te odio y también te he abierto los muslos dispuesto a violarte sobre la estufa destartalada.
Pese a lo que se pudiera pensar, la vida ha sido generosa conmigo.
Me ha arrebatado el tiempo libre, mis sueños de juventud y mi dinero.
Se ha portado como un Padre que tiene la certeza de que su hijo tiene posibilidades, que podrá arreglárselas con una navaja de explorador y un poco de ingenio. Y en consecuencia, arroja a su vástago fuera de casa y lejos del regazo materno: ¡ve y hazte hombre!, bien podría ser la frase que rematara la escena…
La vida me ha mutilado parte del alma y ha golpeado mi cráneo hasta causar lesiones neuronales severas.
No tengo escapatoria.
Quienes me conocen de hace tiempo, aseguran que sufrí algo parecido a una trasmutación. ¡Mira tu foto de la credencial de elector! ¡No eres tú! Insisten a menudo…
Pero uno no puede jugar a que esta no es la vida real, uno tiene que asumirla, lavarse el rostro y calzarse la mierda para seguir andando.
Aunque debo reconocer que en ocasiones el peso de mi mierda no es tan grande comparado con la fuerza del viento, que ha logrado derribarme sobre mis espaldas más de una ocasión. El soporte no ha sido suficiente, pero no me quejo, ya iré cosechando más peso conforme la vida avance.
No estoy hablando de optimismo, eso se lo dejo a aquellos que tienen planes de vida y familia con casa de buen gusto, jardín y perro amaestrado. Yo sólo tengo fe en la cosecha de la mierda.
Se que siempre habrá algo para mi en el fondo de un vaso, en el amanecer de la derrota o en los besos de una puta de carnes flojas.
Para un hombre de mi edad son pocas las posibilidades de descubrir algo realmente novedoso, algo que de verdad me emocione al grado de crearme expectativas o guardar anhelos.
Se lo que es coger sin deseo y tener que eyacular , beber sin sed y terminar hasta la puta madre, tener que corresponder con palabras tontas a una mujer antes de manosearnos.
El frío de las navajas me ha orillado a guardar bajo mi lengua colonias de larvas lechosas. Para así poder encarar situaciones agobiantes, de dolor inútil.
Hace días que la fatiga decidió instalarse en mis fosas nasales, desde entonces respiro derrumbe, cansancio.
La vida nunca fue una promesa.
Las flores y los amaneceres reconfortantes siempre han estado allí, ya sea para coronar nuestra felicidad o para adornar los sepulcros…, nuestra presencia es más bien una invasión, alteración del orden. Una mosca zumbando molestamente.
He mirado hombres de mi edad que aún esperan algo grande. Creen que lo mejor de la vida esta por venir. No los entiendo.
Los papalotes hace tiempo que se reventaron y se largaron con el viento…, el primer beso ya fue dado y la muerte ya estrelló una de mis fotografías familiares. ¿Que más puede esperar un hombre? ¿éxito? ¿eternidad?
Cuatro cosas son suficientes para advertir nuestra ingenuidad, éstas son la prueba de que nos han tomado el pelo:
La cálida y reconfortante promesa del amor, la jornada laboral de ocho horas diarias, el puntual pago de impuestos y la espera del paraíso eterno.
¿En que momento mordimos el anzuelo con carnada de plástico fosforescente?
Los caramelos me pudrieron las muelas, y las mujeres me abandonaron por hombres con aroma a colonia sanborn´s.
No estoy lloriqueando, muy al contrario, presumo mi cosecha fétida, mi gran mierda que se ha hecho costra, una costra prieta igual al color de mi piel.
Si la arranco se irá con todo y músculo, tendones, grasa, hueso, pellejo. Nada quedaría de mí.
Soy mi mierda. Mi obrar, soy. Al obrar nace mi obra que soy yo mismo parido por mi ser y mi actuar.
¿Acaso estoy filosofando? ¡olvida mi discurso!
Tira de la palanca y deja que todo se vaya al drenaje, que repose en la oscuridad...
Que flote o que se embarre en el fondo.
Por ahora es suficiente, ya te has enterado de mis datos generales, lo que ahora importa es iniciar el relato.
No puedo asegurar que será interesante. Pero habrá carne cruda, vagínas de bisagras oxidadas y penes de tardes ociosas, además de una que otra promesa rota como mi infancia.
II
Es difícil hablar de la realidad sin pensar en las lagunas mentales, a parte de las breves alucinaciones que día a día me tienden sus trampas.
A menudo el ocio me arrastra a escenarios de ficción y me miro frenando repentinamente e imagino que mi cuerpo se estrella violentamente contra el parabrisas, el cristal se hace añicos y mi cuerpo inconciente es arrojado sobre el pavimento sólo para respirar sus últimas moléculas de oxigeno en este mundo.
Debo descartar que estos sucesos sean la consecuencia de algún estado anímico particular. No es la depresión o el desamor, esos son pretextos que usa la gente para no trabajar o para dar lástima y así evitar que su pareja los abandone. No es mi caso.
Mis parejas, que han sido realmente muy pocas, me han abandonado tras un portazo en el rostro, un recado confuso sobre la mesa del comedor, y la última, sin decir una palabra.
Las imágenes a las que me refiero son como fotografías de una misma escena pero tomadas desde diferentes ángulos, quizás consta de tres momentos. Primero el frenar abrupto y sorpresivo, segundo, la liviandad y fragilidad de mi cuerpo siendo llevado por los aires en el interior del vehículo hasta estrellarme contra el parabrisas y tercero, la caída de mi cuerpo casi inerte sobre el frío pavimento y el consecuente desangrado.
Son imágenes mudas, no hay un sound track, no hay gritos de dolor o sorpresa…, un suceso trágico envuelto de silencio.
Eso del accidente imaginario debe ser consecuencia de mi fascinación por conducir a gran velocidad, principalmente cuando estoy borracho. Velocidad, música a todo volumen y alcohol sin límite son el cocktail perfecto para montarme en el viejo cavalier rojo terracota.
La visión del accidente es una de tantas visiones que suelen golpearme el estómago…, sin embargo es la más frecuente.
Justo ahora que estoy sentado frente a la computadora, me ha llegado la imagen del siniestro…
Es viernes.
Acabo de regresar de mi habitual hora de comida. El edificio está casi vacío. El resto de los empleados ya estarán en sus casas, compartiendo una taza de café con sus esposas, o quizás platicando y jugando con los hijos, otros estarán yendo al cine o telefoneando a los amigos para planear la diversión nocturna.
Fin de semana en puerta y mi vida no cambiará ni un ápice.
Entonces marqué al celular de Lucia, pensé en invitarla al salón corona. Beberíamos tarros de cerveza oscura y seguramente acabaríamos fajando en las calles del centro histórico. Insistí en tres ocasiones, pero nunca tomó la llamada.
Fue entonces que decidí llamar a mi hermano a su trabajo y proponerle ir a aquel bar de la calle Rosales atrás del caballito de Sebastián, creo que se llama la Gruta, ese bar le gusta mucho, sobre todo por las meseras, la verdad no anda nada perdido. La respuesta fue negativa, había quedado de cenar en casa de sus suegros.
Recordé que por allí tenía guardado el número de una mujer que conocí en una noche de copas en la Kloster, había prometido llamarla hacía un par de meses. Así que llamé y la voz que respondió no era precisamente femenina, de hecho, dijo llamarse Gerardo, así que colgué. Entonces recordé que ese sitio ahora portaba escandalosamente un letrero de clausura sobre su puerta principal.
Marqué el número de Alicia, después el de Jenny, intenté con Adriana, pero todo fue en vano.
Celulares apagados, ahorita te llamo, hoy no me siento bien, saldré con mi novio, etc.
La situación se volvía frustrante. Nadie tenía tiempo para mí.
Más que tristeza, sentí enojo, quizá conmigo mismo, por andar buscando compañía.
“que pendejo”, me dije, ¿ahora te deprime la soledad?, no mames, ya estás viejo para ponerte como adolescente con pensamientos del tipo “nadie me quiere, será mejor acabar de una vez”. Me reí de mi mismo.
Abandoné cualquier posibilidad de telefonear a alguien más.
Salí del edificio, seguro de que el siguiente paso sería hurgar en mi colección de películas XXX, masturbarme despreocupadamente y beber algunas cervezas hasta conciliar el sueño.
La jornada había sido larga, fastidiosamente lenta, pero filosóficamente fructífera. Al tirar la última lata al cesto de la cocina, una frase palpitó sobre mi frente:
Las mujeres me han llevado invariablemente al fracaso y a la frustración, la chaqueta me redime.
III
“No es en la alcoba, no a la hora de los puños…
Cuando un hombre se sienta frente a su trago, es justo allí cuando nos revela su valía”
---frase que murmuré a la mesera que vino a mi lugar con una nueva ración de cacahuates salados. Ella, con el gesto de una mujer que ha atendido a decenas de ebrios durante el día, movió ligeramente las cejas como acuse de recibo y fue a sentarse frente al televisor.
La telenovela transmitida, ofrecía una escena donde el jefe de alguna empresa exitosa le llamaba la atención a su secretaria, quien derramaba lágrimas por la reprimenda, pero aún más, por el amor que su corazón guardaba. Amor silencioso y servicial.
Dí un sorbo a mi bebida y pude sentir pequeños fragmentos de hielo templando mis encías. El quinto ron de la tarde había expirado, así que levante mi vaso y le indiqué a la mesera que deseaba otra bebida igual.
Sin perder detalle del televisor, caminó hacia la barra y volvió con mi trago.
Hacia seis minutos que el reloj había marcado las seis de la tarde, extrañamente, bebía mi sexta copa del día.
¿Que importancia pueden tener los números ahora? Pensé de momento.
Son las 06:06 pm y esta es mi sexta copa.., ¿acaso pretendo ser el anticristo?
Vaya divagación pendeja.
Agité mi bebida hasta que el color caoba logró la uniformidad. Observé el movimiento de los hielos. Un torbellino de líquido los envolvía y gastaba su superficie, chocaban entre sí y poco a poco desaparecerían. Eran tres cubos casi idénticos. Dos moléculas de hidrógeno por una de oxígeno, en total tres.
Y en cuanto al color caoba…, una parte de ron, otra de agua mineral y otra de coca cola.
Es decir, tres hielos, tres moléculas en cada uno, tres líquidos, y tres protagonistas: la mesera, mi bebida y yo…
Allí estaba nuevamente con mi inútil relación numérica.
Generalmente nuestros pensamientos se dirigen a aquellas experiencias vividas con intenso placer y algarabía, pero también a momentos de sin sabor y fracaso, acaso también a aquellos en los cuales hemos dudado…
Los números nunca han sido mi fuerte. Mi instrucción académica se vio ensombrecida por las matemáticas, de hecho, el cálculo diferencial e integral estuvo a punto de negarme el certificado de preparatoria y mi glorioso 7.3 de promedio. Sin embargo, dudo mucho que mi negado aprendizaje en ese campo sea el motivo por el cuál insistentemente observo los números en mi celular, en el reloj checador, o en el calendario.
Quizás tenga más que ver con la búsqueda del equilibrio. Buscar la manera de acomodar las cosas. Que encajen, pues. Que se inserten en los engranes para que las cosas funcionen.
Buscar el valor de “x” a partir de una operación tramposa que me permita asignarle un valor arbitrario que ayude a equilibrar mi balanza.
En ese sentido, seguro esperé a que dieran las 06:06 para pedir mi sexta copa y así dar por hecho que los números salen a mi encuentro y no al revés.
El sonido de las patas de una silla arañando el piso de la cantina me arrebató del recuento numérico.
Una pareja de esposos y un niño acababan de acomodarse a un costado de mi mesa.
El niño trae en juguete entre las manos y lo golpea insistentemente contra la mesa, cada vez que lo hace, el juguete chilla, debe tener algún mecanismo que funciona con la presión de aire generando así un chillido molesto, agudo.
Miro con insistencia a sus padres esperando que lo hagan parar de una vez por todas, pero nada cambia, el niño sigue dándole al juguetillo ese.
La pareja es como cualquier otra que uno puede encontrar por las calles de artículo 123. Seguro estarán buscando una lámpara para su sala o metros de cable para la casa recién comprada con crédito de FONACOT.
El hombre pide una cerveza oscura y la mujer una coca cola…
Les han servido caldo de camarón en un vaso de cristal. El niño sigue golpeando su juguete.
No hay diálogo, sólo sorben el caldo picoso.
No concibo imagen más triste que ésta.
Ella mira al marido que bebe y eructa sin mediar palabra, y después mira a su vástago, pequeño y perdido en su juego, mudo igual que el padre.
Me pregunto si algún día, cuando el niño sea un hombre, recordará esta escena: sus padres llevándolo a una cantina una tarde de principios de enero, siendo observado por un borracho en la mesa de al lado.
La idea de que esta pareja algún día decida separarse logra reconfortarme.
El futuro no tiene una butaca para ese matrimonio, hace tiempo que las entradas se agotaron, a pesar de ello, hordas de necios siguen haciendo fila y comprando combos de palomitas y refresco tamaño Jumbo.
Mi séptimo trago ha llegado.
¿Habana siete años? Pregunta la chica del segundo turno.
IV
Subí a la pequeña plataforma de acero.
La enfermera me pidió que me mantuviera erguido y sin moverme…
Siempre he odiado el silencio mortecino de los hospitales, el blanco de sus paredes y el casi imperceptible sonido de las luces ahorradoras.
-84 kilos señor Romero.., ya puede bajarse.
Salí del lugar tratando de recordar la cifra de la última vez que me había pesado, 73 o 74 kilos…tal vez.
Tal como me lo pidieron por teléfono, me hube presentado sin desayunar y con mi último talón de pago.
Ya en la calle, busqué un lugar para comer algo, cualquier cosa que se tragara rápido, había que ir al trabajo.
Una cuadra adelante encontré un puesto de tacos de guisado. Ordené cuatro y un refresco.
Ochenta y cuatro kilos…, bueno, en 10 años no es tan malo ganar 10 kilos. Tengo conocidos que han ganado más de veinte.
La jornada laboral fue lo de siempre, lidiar con estudiantes que les importa un pito la escuela y entregar una serie de formatos estúpidos a la dirección.
Abordé el metro y me dirigí a la estación Allende, el paladar reclamaba un buen trago.
Apenas me acomodé en la barra y se me sirvió un ron campechano, mismo que me hizo eructar al segundo trago, residuos de los tacos matutinos se hicieron presentes…
Dos de molleja y dos de milanesa.
Llegó la segunda copa. El barman limpia la barra y coloca el servilletero frente a mí.
¿De la chamba mi jefe? Pregunta mientras prepara otro servilletero.
-si, de la chamba.
No queda de otra…, concluyó filosófico y seguro.
Si…
Apenas había logrado llegar a fin de quincena. Hacer una sola comida a mitad del día resultaba una buena estrategia para alargar el sueldo. Una semana dos comidas y otra sólo una. Y gracias a ello, hasta algunos tragos nocturnos antes de ir a dormir.
No me quedó de otra, había que entregar más de la mitad a mi exmujer, la ley me obligaba y tal vez un poco, la culpa.
Tantas veces que peleamos de palabra y golpes…, y se le ocurre culparme de su espalda rota.
En fin, la mañana siguiente tendría que llevarle el dinero hasta su puerta y seguro empezaría a joder con sus dolencias, lo caro de las medicinas y lo escaso del dinero…
¿Acaso yo al jodía con lo mío?
Apuré el segundo trago, como quien cambia de página para cambiar de tema.
La cantina estaba casi llena, el bullicio se dejaba escuchar sobre la calle de motolinia. En una mesa cercana a la barra un ebrio lloraba y lanzaba mentadas de madre a alguna mujer, en otra mesa tres hombres arreglaban apuestas de futbol y ponían en duda la tendencia sexual de su respectivo oponente “ eres puto”, afirmaban categóricos.
Me puse a contar la variedad de botellas que se exhibían en el lugar y a la vez señalaba con la mirada aquellas que ya había probado, pero todo fue inútil…
Una boa conscriptor hacia rato que me tenía entre sus anillos. Al fin debía reconocerlo.
La espalda dura y esa comezón en la barriga eran claros síntomas de mi malestar, de esa ansiedad que me devora cuando recuerdo a esa mujer.
No se cansó de culparme de sus fracasos “el me engañó” “fui una pendeja todo ese tiempo” “siempre quiso a otra”…
Y es verdad. Pero no estaba encadenada a mis huevos, o en todo caso ella siempre tuvo la oportunidad de olvidarse de todo y empezar otra vida, pero las mujeres no se van así como así, sobre todo las mujeres como ella…, esperó que bajara la guardia y entonces apretó con todas sus fuerzas…me enredó fiel a su naturaleza de boa y aquí estoy, hecho una piltrafa. Sumergido en mi amargura, empantanado en la derrota.
Y lejos de ella, muy lejos. De eso que no quepa duda. Pero los brazos de algunas mujeres son muy largos, recorren grandes distancias y te alcanzan, para que no te olvides que allí están y que así será para siempre, lo quieras o no.
Leonor tiene brazoserpientes, boas conscriptor que estrangulan.
Dejarme arrullar entre sus brazos es mortal, ya sufrí asfixia en su regazo en más de una ocasión. Aún presumo estar vivo, pero como dije antes, hecho una piltrafa. Logró en sus múltiples ataques romperme algunos huesos, pero el daño principal ha sido en la cartera, debo pagar sus cuentas por el resto de mis días.
El bullicio del lugar iba en aumento. El alcohol se despachaba por litros alimentando el estómago de la memoria de los hombres.
Un hombre vestido con traje azul aflojó su corbata y se agarró la verga por encima de los pantalones mientras sus colegas se reían y le tiraban cacahuates y servilletas sucias.
“la verga es la verga”, insistía el licenciado.
Definitivamente era hora de marcharse. Allí ya no había nada para mí.
Pagué la cuenta y caminé sobre el eje central rumbo al metro Salto del agua.
Gente por todas partes, siempre es así en viernes de quincena.
La noche llegaba a su clímax
Para mí, había terminado.
V
Desperté tarde y con una resaca amenazante.
El Buda de cerámica apostado sobre la cabecera de la cama parecía vigilar mi sueño.
Le miré y de alguna manera agradecí su presencia en mi despertar. Su labor de vigía en mi accidentada navegación.
La luz blanca penetraba e inundaba el espacio, los plásticos de color blanco que cubren las ventanas no representan barrera alguna para el escándalo de los rayos solares.
Me incorporé para calzarme unas sandalias.
Una chamarra de mezclilla con vivos de lentejuela estaba tirada sobre el piso. Apareció la memoria.
Me llevé las manos a la nariz y comprobé el vago recuerdo.
Dentro de mis uñas, en la piel de mis dedos, en mi barbilla…, el fuerte e inconfundible olor a pañocha.
Después…, escenas de fiesta, cachondeo, diálogo incoherente, vasos servidos al tope…
Una imagen en la penumbra de mi memoria me despertó un fuerte cosquilleo en el abdomen: Olga en cuatro patas y yo lamiéndole el culo, ella gimiendo y convulsionándose de placer, yo con la verga lista para el estoque. Mientras tanto, tres dedos hacían su labor entre sus labios mojados como un chubasco.
Me cogí a Olga…, pensé mientras me dirigía a orinar.
Un chorro amarillento hizo burbujas en el excusado, cualquiera podría confundir esos miados con una cerveza clara espumosa.
Eché un poco de agua fría en mi rostro y fui a la sala.
Vasos con sobras de diferentes bebidas, olor a cigarro, cd´s fuera de sus cajas…,un desorden absoluto.
Las manos empezaron a hormiguear, la cabeza con golpecillos rítmicos en las sienes.
Todo había empezado en la casa de Luisa, una compañera del trabajo. La pollera, como le nombrábamos sin que ella lo supiera, una mujer de casi cincuenta años, gorda, por poco albina y una cara de amargura permanente.
Nos invitó a celebrar el fin del semestre en su casa, suceso inédito y por lo mismo, casi nadie faltó a la cita. El morbo por asomarnos a su privacidad fue más fuerte que el rechazo que la mayoría de los asistentes le teníamos a su persona.
Su casa está ubicada en la colonia Tabacalera, cerca del monumento a la Revolución, la heredó de sus padres. Vive sola desde hace quince años, su esposo la abandonó por su prima hermana, le han dicho que se fueron a Durango.
La mujer preparó botana para todo un ejército, carnes frías, queso, tinga, papas con rajas, además de chicharrones y cacahuates.
La reunión inició como todas aquellas en las que la anfitriona no da muestras de que le guste subirle demasiado el volumen al estéreo, ni de ver borrachos en su casa desacomodándole las figurillas de la sala y demás adornillos made in China.
Así que el copeo era discreto. La charla, enfocada a comentar cuestiones del trabajo, calificaciones, oficios, etc. Una absoluta y total pérdida de tiempo.
Al fin, una pareja inició el baile con una pieza de la Sonora de Margarita …que bellos son tus celos …, de hombre…
Fui a la mesa de las bebidas y me serví un whisky doble con hielos, apenas dejé que sudaran un poco para templar el sabor de mi bebida y me la descargué de un jalón.
¿Qué demonios estaba haciendo yo en esa ridícula reunión?
Mi vida es ya por sí misma un derrumbe absoluto e irremediable. Tener que celebrar de esa forma sería una humillación sobrada.
Tomé mi rompe vientos y salí sin despedirme de nadie. Caminé junto a un parque cercano sin saber a donde dirigir mi sed. No conocía la colonia así que pregunté a unos jóvenes que fumaban en la esquina próxima
-¿algún bar o cantina cercana?
Intercambiaron miradas y uno de ellos contestó
-Dos cuadras adelante y luego a la derecha está una cantina, se llama La Vikinga.
Agradecí con un ademán y me dirigí en la dirección señalada.
Lloviznaba ligeramente. El clima ideal para seguir empujándome unos tragos de whisky.
Ya sentado en la barra y con mi trago, el día fue tomando forma y cierto sentido.
El lugar despedía un tufo a cochambre. Las meseras eran mujeres maduras, seguramente con hijos y cesáreas de por medio. De sonrisa falsa y usando fajas para ocultar su gran vientre materno.
La celulitis asoma sobre las medias y la falda negra de tela brillosa.
Culos con experiencia, con historias de hoteles baratos y retretes con sarro.
Axilas rasuradas y olorosas a sudor de hembra.
Mujeres sin hombre en casa, con los hijos encargados. Uñas de los pies pintados sin prisa cada domingo por la mañana. Cabello con tinte, rostro con excesivo maquillaje blanco. Tetas bajo brasieres traslúcidos, apretados para el escote, carnoso par bañado en perfume.
Manos de lavandera, agrietadas, expertas en caricias, profesionales para la bragueta.
Pulseras de 14 quilates pagadas en abonos, aretes coco chanel comprados en el tianguis.
Se veía mayor, aunque dijo tener 27 años.
Un hijo de 11 y otro de 3 años.
Me había tupido al menos media botella y doce canciones en la rockola.
Me cambió monedas en un par de ocasiones. Sonreía con su cara redonda, su lunar en la mejilla derecha.
Definitivamente Olga era un nombre para ese rostro.
Iba y venía de una mesa a otra y a la barra. Le servían los tragos, intercambiamos miradas. Tarareaba mis canciones de la rockola, acomodaba su cabello, recargó sus senos en mi espalda.
Al llevarla a mi recámara la tiré de espaldas sobre la cama, ella se reía.
Levanté sus piernas y metí la nariz bajo la falda. Allí estaba su olor de vecindad, no me había equivocado.
Reía y pataleaba dulcemente. Yo olisqueaba cual rata de mercado.
Ya sin ropa toqué sus grandes nalgas, su cicatriz bajo el ombligo. Lamí sus dedos pintados de carmín, sus pantorrillas.
La puse en cuatro y abrí su pálido secreto, su gran culo.
No más risas, llegaron los gemidos y los gritos.
¿Cómo es que ha olvidado su chamarra? Tal vez quiera que volvamos a vernos.
Una segunda vez sólo puede generar promesas. Estúpidas promesas.
Este sabor a panocha dura al menos un día. En las uñas un poco más.
VI
A pesar de mis zapatos tipo bota, la humedad de los días lluviosos trepaba por mis tobillos, así que cerré la ventana del cubículo y seguí comiendo mi preparado de espagueti con atún. Una pieza de pan o unas galletas quizás hubieran logrado la completa satisfacción de mi apetito vespertino.
No había nada de malo en el sabor de mi comida, pero la apariencia dejaba mucho que desear.
Una comida decente se sirve en un plato junto con sus respectivos cubiertos, servilletas y demás. Comer directamente del tupper ware da la impresión de que estás comiendo desperdicios tal como lo hacen los perros.
Lo peor del caso no es tanto que te sientas un perro tragando lo que otros no quisieron, si no el espectáculo que ofreces cuando entra alguien sin llamar a la puerta y se sienta a contemplar tu derrota.
Sería bastante sencillo disfrazar mi bancarrota bajo pretextos tales como “estoy haciendo dieta”, “es más sano y ligero”, “mi nuevo proyecto de vida contempla un cambio en mi alimentación y sería imposible de lograr si sigo saliendo a comer a los lugares de costumbre”. Sin embargo, nadie creería dichas afirmaciones sabiendo perfectamente que el look light-cuido mi salud, nada tenía que ver con mi devoción a la carne de cerdo en todas sus presentaciones, los guisados picosos y condimentados.
¡Estoy quebrado y ya! nada de “me estoy administrando mejor”.
Sin darme cuenta, había comido ya el último bocado.
El tupper ware al fin vacío fue a parar a mi morral.
El teléfono celular colocado sobre el escritorio anunciaba con sonido lastimero la muerte próxima de su batería, miré la hora y me levanté para preparar un poco de café.
Faltaban treinta minutos para mi próxima clase.
El tema de la comida es motivo de preguntas frecuentes por parte de los estudiantes y compañeros de trabajo, desde ¿a poco sabes cocinar?, ¿que trajiste hoy?, pero si ganas muy bien ¿por que no tienes dinero?, ¡eso se ve asqueroso!, etc.
Sin embargo me he mantenido. Lo más fácil sería pagar la comida con mi tarjeta de crédito de vez en cuando para evitar este cumulo de preguntas y opiniones no solicitadas, pero una cosa tengo muy clara desde hace ya tiempo.
Soy un hombre derrotado. Por ello, no dependo ya de las apariencias y las justificaciones. La derrota te libera de toda pretensión material. Pero a cambio, sin duda, demanda disciplina.
La disciplina hace la diferencia entre el hombre derrotado y el deprimente hombre angustiado e inseguro.
Sólo gracias a ésta, es que he logrado subsistir las últimas dos semanas, a partir de un paquete de espaguetis y un par de frascos de tomate con sabor a carne. No hay necesidad de comprar botellas de agua purificada, basta llenar mi vaso en el bebedero del instituto, así apago mi sed y de allí mismo tomo el agua para preparar el café de cada día.
Cada mañana corto un octavo del melón que mantengo en refrigeración, agrego dos chorros de miel y seis cucharadas de yogurt. Una taza de té y música para acompañar.
Por la noche, un sobre de avena en 200 ml de leche barata.
Los huevos motuleños con pan, café y jugo, la carne tampiqueña con tortillas calientitas y las tortas del Corona con sus dos tarros de oscura hace meses que se fueron a la chingada…
Calma y disciplina. No hay necesidad de más.
Gracias a mi disciplina logré mantenerme de pie una mañana de diciembre afuera de la oficina de mi ex mujer por más de cuatro horas. 5 ºC y yo esperando que apareciera con el hombre que se la había llevado de casa frente a mis ojos la noche anterior, por que según ella, tenía miedo de que yo le hiciera un daño.
Con calma la vi llegar sonriente. Libre ya de la crisis que la noche anterior casi la orillaba a quitarse la vida. Eso sí, pidiendo a seguridad del edificio que no se alejara en tanto ella escuchaba lo que tenía que decirle el hombre con ojeras de insomnio.
Con calma y disciplina he sobrellevado los momentos más brutales de mi vida.
¿Qué más da comer latas de atún mientras otros se comen el cerdo completo? El sabor de la comida en gran medida depende de la calma con que masticas el bocado.
Afuera ha empezado a llover nuevamente.
El celular se sigue lamentando, pero olvidé el cargador en casa.
Esta noche, al salir del trabajo me encontraré con Carmen. Veremos una película en mi departamento y haremos el amor. Hace ya más de cuatro años que no la veo, seguro ya no es la niña de diez y nueve años que se escurría hasta mi puerta cuando faltaba a clases, con ganas de sentirse mi amante al menos por unas horas. Recuerdo la ocasión en que salimos en mi auto y el policía que abrió la puerta, nos miró con curiosidad y me saludó amablemente, ella dijo: “ha de ser padre ser el poli de tu edificio, él se entera de muchas cosas, de amantes y esas cosas…”
Mientras vemos la película platicaremos de su esposo y su pequeño hijo. Ella preguntará por lo mío y terminaremos rendidos bajo el Buda de mi cabecera.
La abrazaré por la espalda y dormiré tranquilo. Sabe que no soy el de antes, que ahora además de la cogida requiero de su espalda desnuda en mi cama. De sus pasos descalzos al amanecer y de su desvergonzado chorro de orina, sentada, mientras cepilla sus dientes.
Es hora de ir a clase, tomo mis listas, mi taza de café y un plumón rojo. Suena el celular y contesto de inmediato. “me siento muy mal, creo que me ha dado otra crisis, no me hagas suplicarte, ven por favor, es la últim…
…Solares, Marco, Días de Derrota, (Novela por entregas) Inicio… 2008.
I
Mi nombre es Santiago Romero, aunque para la mayoría de la gente soy Romero a secas.
Mi ex mujer solía mirarme con gran seguridad, creía que ella era la única mierda aferrada a la suela de mis zapatos. Pero estaba equivocada.
He llegado a almacenar tal cantidad de mierda en mis botas, que hasta he ganado algunos centímetros de estatura.
Lejos de ocultar ese lastre escatológico, lo llevo a todas partes. Así, mis pasos son más sólidos, más seguros.
Con mis botas batidas en mierda he pateado el culo del sol y he corrido sobre charcos a mitad de una tarde con la lluvia a cántaros.
Con ese par te he dicho cuanto te odio y también te he abierto los muslos dispuesto a violarte sobre la estufa destartalada.
Pese a lo que se pudiera pensar, la vida ha sido generosa conmigo.
Me ha arrebatado el tiempo libre, mis sueños de juventud y mi dinero.
Se ha portado como un Padre que tiene la certeza de que su hijo tiene posibilidades, que podrá arreglárselas con una navaja de explorador y un poco de ingenio. Y en consecuencia, arroja a su vástago fuera de casa y lejos del regazo materno: ¡ve y hazte hombre!, bien podría ser la frase que rematara la escena…
La vida me ha mutilado parte del alma y ha golpeado mi cráneo hasta causar lesiones neuronales severas.
No tengo escapatoria.
Quienes me conocen de hace tiempo, aseguran que sufrí algo parecido a una trasmutación. ¡Mira tu foto de la credencial de elector! ¡No eres tú! Insisten a menudo…
Pero uno no puede jugar a que esta no es la vida real, uno tiene que asumirla, lavarse el rostro y calzarse la mierda para seguir andando.
Aunque debo reconocer que en ocasiones el peso de mi mierda no es tan grande comparado con la fuerza del viento, que ha logrado derribarme sobre mis espaldas más de una ocasión. El soporte no ha sido suficiente, pero no me quejo, ya iré cosechando más peso conforme la vida avance.
No estoy hablando de optimismo, eso se lo dejo a aquellos que tienen planes de vida y familia con casa de buen gusto, jardín y perro amaestrado. Yo sólo tengo fe en la cosecha de la mierda.
Se que siempre habrá algo para mi en el fondo de un vaso, en el amanecer de la derrota o en los besos de una puta de carnes flojas.
Para un hombre de mi edad son pocas las posibilidades de descubrir algo realmente novedoso, algo que de verdad me emocione al grado de crearme expectativas o guardar anhelos.
Se lo que es coger sin deseo y tener que eyacular , beber sin sed y terminar hasta la puta madre, tener que corresponder con palabras tontas a una mujer antes de manosearnos.
El frío de las navajas me ha orillado a guardar bajo mi lengua colonias de larvas lechosas. Para así poder encarar situaciones agobiantes, de dolor inútil.
Hace días que la fatiga decidió instalarse en mis fosas nasales, desde entonces respiro derrumbe, cansancio.
La vida nunca fue una promesa.
Las flores y los amaneceres reconfortantes siempre han estado allí, ya sea para coronar nuestra felicidad o para adornar los sepulcros…, nuestra presencia es más bien una invasión, alteración del orden. Una mosca zumbando molestamente.
He mirado hombres de mi edad que aún esperan algo grande. Creen que lo mejor de la vida esta por venir. No los entiendo.
Los papalotes hace tiempo que se reventaron y se largaron con el viento…, el primer beso ya fue dado y la muerte ya estrelló una de mis fotografías familiares. ¿Que más puede esperar un hombre? ¿éxito? ¿eternidad?
Cuatro cosas son suficientes para advertir nuestra ingenuidad, éstas son la prueba de que nos han tomado el pelo:
La cálida y reconfortante promesa del amor, la jornada laboral de ocho horas diarias, el puntual pago de impuestos y la espera del paraíso eterno.
¿En que momento mordimos el anzuelo con carnada de plástico fosforescente?
Los caramelos me pudrieron las muelas, y las mujeres me abandonaron por hombres con aroma a colonia sanborn´s.
No estoy lloriqueando, muy al contrario, presumo mi cosecha fétida, mi gran mierda que se ha hecho costra, una costra prieta igual al color de mi piel.
Si la arranco se irá con todo y músculo, tendones, grasa, hueso, pellejo. Nada quedaría de mí.
Soy mi mierda. Mi obrar, soy. Al obrar nace mi obra que soy yo mismo parido por mi ser y mi actuar.
¿Acaso estoy filosofando? ¡olvida mi discurso!
Tira de la palanca y deja que todo se vaya al drenaje, que repose en la oscuridad...
Que flote o que se embarre en el fondo.
Por ahora es suficiente, ya te has enterado de mis datos generales, lo que ahora importa es iniciar el relato.
No puedo asegurar que será interesante. Pero habrá carne cruda, vagínas de bisagras oxidadas y penes de tardes ociosas, además de una que otra promesa rota como mi infancia.
II
Es difícil hablar de la realidad sin pensar en las lagunas mentales, a parte de las breves alucinaciones que día a día me tienden sus trampas.
A menudo el ocio me arrastra a escenarios de ficción y me miro frenando repentinamente e imagino que mi cuerpo se estrella violentamente contra el parabrisas, el cristal se hace añicos y mi cuerpo inconciente es arrojado sobre el pavimento sólo para respirar sus últimas moléculas de oxigeno en este mundo.
Debo descartar que estos sucesos sean la consecuencia de algún estado anímico particular. No es la depresión o el desamor, esos son pretextos que usa la gente para no trabajar o para dar lástima y así evitar que su pareja los abandone. No es mi caso.
Mis parejas, que han sido realmente muy pocas, me han abandonado tras un portazo en el rostro, un recado confuso sobre la mesa del comedor, y la última, sin decir una palabra.
Las imágenes a las que me refiero son como fotografías de una misma escena pero tomadas desde diferentes ángulos, quizás consta de tres momentos. Primero el frenar abrupto y sorpresivo, segundo, la liviandad y fragilidad de mi cuerpo siendo llevado por los aires en el interior del vehículo hasta estrellarme contra el parabrisas y tercero, la caída de mi cuerpo casi inerte sobre el frío pavimento y el consecuente desangrado.
Son imágenes mudas, no hay un sound track, no hay gritos de dolor o sorpresa…, un suceso trágico envuelto de silencio.
Eso del accidente imaginario debe ser consecuencia de mi fascinación por conducir a gran velocidad, principalmente cuando estoy borracho. Velocidad, música a todo volumen y alcohol sin límite son el cocktail perfecto para montarme en el viejo cavalier rojo terracota.
La visión del accidente es una de tantas visiones que suelen golpearme el estómago…, sin embargo es la más frecuente.
Justo ahora que estoy sentado frente a la computadora, me ha llegado la imagen del siniestro…
Es viernes.
Acabo de regresar de mi habitual hora de comida. El edificio está casi vacío. El resto de los empleados ya estarán en sus casas, compartiendo una taza de café con sus esposas, o quizás platicando y jugando con los hijos, otros estarán yendo al cine o telefoneando a los amigos para planear la diversión nocturna.
Fin de semana en puerta y mi vida no cambiará ni un ápice.
Entonces marqué al celular de Lucia, pensé en invitarla al salón corona. Beberíamos tarros de cerveza oscura y seguramente acabaríamos fajando en las calles del centro histórico. Insistí en tres ocasiones, pero nunca tomó la llamada.
Fue entonces que decidí llamar a mi hermano a su trabajo y proponerle ir a aquel bar de la calle Rosales atrás del caballito de Sebastián, creo que se llama la Gruta, ese bar le gusta mucho, sobre todo por las meseras, la verdad no anda nada perdido. La respuesta fue negativa, había quedado de cenar en casa de sus suegros.
Recordé que por allí tenía guardado el número de una mujer que conocí en una noche de copas en la Kloster, había prometido llamarla hacía un par de meses. Así que llamé y la voz que respondió no era precisamente femenina, de hecho, dijo llamarse Gerardo, así que colgué. Entonces recordé que ese sitio ahora portaba escandalosamente un letrero de clausura sobre su puerta principal.
Marqué el número de Alicia, después el de Jenny, intenté con Adriana, pero todo fue en vano.
Celulares apagados, ahorita te llamo, hoy no me siento bien, saldré con mi novio, etc.
La situación se volvía frustrante. Nadie tenía tiempo para mí.
Más que tristeza, sentí enojo, quizá conmigo mismo, por andar buscando compañía.
“que pendejo”, me dije, ¿ahora te deprime la soledad?, no mames, ya estás viejo para ponerte como adolescente con pensamientos del tipo “nadie me quiere, será mejor acabar de una vez”. Me reí de mi mismo.
Abandoné cualquier posibilidad de telefonear a alguien más.
Salí del edificio, seguro de que el siguiente paso sería hurgar en mi colección de películas XXX, masturbarme despreocupadamente y beber algunas cervezas hasta conciliar el sueño.
La jornada había sido larga, fastidiosamente lenta, pero filosóficamente fructífera. Al tirar la última lata al cesto de la cocina, una frase palpitó sobre mi frente:
Las mujeres me han llevado invariablemente al fracaso y a la frustración, la chaqueta me redime.
III
“No es en la alcoba, no a la hora de los puños…
Cuando un hombre se sienta frente a su trago, es justo allí cuando nos revela su valía”
---frase que murmuré a la mesera que vino a mi lugar con una nueva ración de cacahuates salados. Ella, con el gesto de una mujer que ha atendido a decenas de ebrios durante el día, movió ligeramente las cejas como acuse de recibo y fue a sentarse frente al televisor.
La telenovela transmitida, ofrecía una escena donde el jefe de alguna empresa exitosa le llamaba la atención a su secretaria, quien derramaba lágrimas por la reprimenda, pero aún más, por el amor que su corazón guardaba. Amor silencioso y servicial.
Dí un sorbo a mi bebida y pude sentir pequeños fragmentos de hielo templando mis encías. El quinto ron de la tarde había expirado, así que levante mi vaso y le indiqué a la mesera que deseaba otra bebida igual.
Sin perder detalle del televisor, caminó hacia la barra y volvió con mi trago.
Hacia seis minutos que el reloj había marcado las seis de la tarde, extrañamente, bebía mi sexta copa del día.
¿Que importancia pueden tener los números ahora? Pensé de momento.
Son las 06:06 pm y esta es mi sexta copa.., ¿acaso pretendo ser el anticristo?
Vaya divagación pendeja.
Agité mi bebida hasta que el color caoba logró la uniformidad. Observé el movimiento de los hielos. Un torbellino de líquido los envolvía y gastaba su superficie, chocaban entre sí y poco a poco desaparecerían. Eran tres cubos casi idénticos. Dos moléculas de hidrógeno por una de oxígeno, en total tres.
Y en cuanto al color caoba…, una parte de ron, otra de agua mineral y otra de coca cola.
Es decir, tres hielos, tres moléculas en cada uno, tres líquidos, y tres protagonistas: la mesera, mi bebida y yo…
Allí estaba nuevamente con mi inútil relación numérica.
Generalmente nuestros pensamientos se dirigen a aquellas experiencias vividas con intenso placer y algarabía, pero también a momentos de sin sabor y fracaso, acaso también a aquellos en los cuales hemos dudado…
Los números nunca han sido mi fuerte. Mi instrucción académica se vio ensombrecida por las matemáticas, de hecho, el cálculo diferencial e integral estuvo a punto de negarme el certificado de preparatoria y mi glorioso 7.3 de promedio. Sin embargo, dudo mucho que mi negado aprendizaje en ese campo sea el motivo por el cuál insistentemente observo los números en mi celular, en el reloj checador, o en el calendario.
Quizás tenga más que ver con la búsqueda del equilibrio. Buscar la manera de acomodar las cosas. Que encajen, pues. Que se inserten en los engranes para que las cosas funcionen.
Buscar el valor de “x” a partir de una operación tramposa que me permita asignarle un valor arbitrario que ayude a equilibrar mi balanza.
En ese sentido, seguro esperé a que dieran las 06:06 para pedir mi sexta copa y así dar por hecho que los números salen a mi encuentro y no al revés.
El sonido de las patas de una silla arañando el piso de la cantina me arrebató del recuento numérico.
Una pareja de esposos y un niño acababan de acomodarse a un costado de mi mesa.
El niño trae en juguete entre las manos y lo golpea insistentemente contra la mesa, cada vez que lo hace, el juguete chilla, debe tener algún mecanismo que funciona con la presión de aire generando así un chillido molesto, agudo.
Miro con insistencia a sus padres esperando que lo hagan parar de una vez por todas, pero nada cambia, el niño sigue dándole al juguetillo ese.
La pareja es como cualquier otra que uno puede encontrar por las calles de artículo 123. Seguro estarán buscando una lámpara para su sala o metros de cable para la casa recién comprada con crédito de FONACOT.
El hombre pide una cerveza oscura y la mujer una coca cola…
Les han servido caldo de camarón en un vaso de cristal. El niño sigue golpeando su juguete.
No hay diálogo, sólo sorben el caldo picoso.
No concibo imagen más triste que ésta.
Ella mira al marido que bebe y eructa sin mediar palabra, y después mira a su vástago, pequeño y perdido en su juego, mudo igual que el padre.
Me pregunto si algún día, cuando el niño sea un hombre, recordará esta escena: sus padres llevándolo a una cantina una tarde de principios de enero, siendo observado por un borracho en la mesa de al lado.
La idea de que esta pareja algún día decida separarse logra reconfortarme.
El futuro no tiene una butaca para ese matrimonio, hace tiempo que las entradas se agotaron, a pesar de ello, hordas de necios siguen haciendo fila y comprando combos de palomitas y refresco tamaño Jumbo.
Mi séptimo trago ha llegado.
¿Habana siete años? Pregunta la chica del segundo turno.
IV
Subí a la pequeña plataforma de acero.
La enfermera me pidió que me mantuviera erguido y sin moverme…
Siempre he odiado el silencio mortecino de los hospitales, el blanco de sus paredes y el casi imperceptible sonido de las luces ahorradoras.
-84 kilos señor Romero.., ya puede bajarse.
Salí del lugar tratando de recordar la cifra de la última vez que me había pesado, 73 o 74 kilos…tal vez.
Tal como me lo pidieron por teléfono, me hube presentado sin desayunar y con mi último talón de pago.
Ya en la calle, busqué un lugar para comer algo, cualquier cosa que se tragara rápido, había que ir al trabajo.
Una cuadra adelante encontré un puesto de tacos de guisado. Ordené cuatro y un refresco.
Ochenta y cuatro kilos…, bueno, en 10 años no es tan malo ganar 10 kilos. Tengo conocidos que han ganado más de veinte.
La jornada laboral fue lo de siempre, lidiar con estudiantes que les importa un pito la escuela y entregar una serie de formatos estúpidos a la dirección.
Abordé el metro y me dirigí a la estación Allende, el paladar reclamaba un buen trago.
Apenas me acomodé en la barra y se me sirvió un ron campechano, mismo que me hizo eructar al segundo trago, residuos de los tacos matutinos se hicieron presentes…
Dos de molleja y dos de milanesa.
Llegó la segunda copa. El barman limpia la barra y coloca el servilletero frente a mí.
¿De la chamba mi jefe? Pregunta mientras prepara otro servilletero.
-si, de la chamba.
No queda de otra…, concluyó filosófico y seguro.
Si…
Apenas había logrado llegar a fin de quincena. Hacer una sola comida a mitad del día resultaba una buena estrategia para alargar el sueldo. Una semana dos comidas y otra sólo una. Y gracias a ello, hasta algunos tragos nocturnos antes de ir a dormir.
No me quedó de otra, había que entregar más de la mitad a mi exmujer, la ley me obligaba y tal vez un poco, la culpa.
Tantas veces que peleamos de palabra y golpes…, y se le ocurre culparme de su espalda rota.
En fin, la mañana siguiente tendría que llevarle el dinero hasta su puerta y seguro empezaría a joder con sus dolencias, lo caro de las medicinas y lo escaso del dinero…
¿Acaso yo al jodía con lo mío?
Apuré el segundo trago, como quien cambia de página para cambiar de tema.
La cantina estaba casi llena, el bullicio se dejaba escuchar sobre la calle de motolinia. En una mesa cercana a la barra un ebrio lloraba y lanzaba mentadas de madre a alguna mujer, en otra mesa tres hombres arreglaban apuestas de futbol y ponían en duda la tendencia sexual de su respectivo oponente “ eres puto”, afirmaban categóricos.
Me puse a contar la variedad de botellas que se exhibían en el lugar y a la vez señalaba con la mirada aquellas que ya había probado, pero todo fue inútil…
Una boa conscriptor hacia rato que me tenía entre sus anillos. Al fin debía reconocerlo.
La espalda dura y esa comezón en la barriga eran claros síntomas de mi malestar, de esa ansiedad que me devora cuando recuerdo a esa mujer.
No se cansó de culparme de sus fracasos “el me engañó” “fui una pendeja todo ese tiempo” “siempre quiso a otra”…
Y es verdad. Pero no estaba encadenada a mis huevos, o en todo caso ella siempre tuvo la oportunidad de olvidarse de todo y empezar otra vida, pero las mujeres no se van así como así, sobre todo las mujeres como ella…, esperó que bajara la guardia y entonces apretó con todas sus fuerzas…me enredó fiel a su naturaleza de boa y aquí estoy, hecho una piltrafa. Sumergido en mi amargura, empantanado en la derrota.
Y lejos de ella, muy lejos. De eso que no quepa duda. Pero los brazos de algunas mujeres son muy largos, recorren grandes distancias y te alcanzan, para que no te olvides que allí están y que así será para siempre, lo quieras o no.
Leonor tiene brazoserpientes, boas conscriptor que estrangulan.
Dejarme arrullar entre sus brazos es mortal, ya sufrí asfixia en su regazo en más de una ocasión. Aún presumo estar vivo, pero como dije antes, hecho una piltrafa. Logró en sus múltiples ataques romperme algunos huesos, pero el daño principal ha sido en la cartera, debo pagar sus cuentas por el resto de mis días.
El bullicio del lugar iba en aumento. El alcohol se despachaba por litros alimentando el estómago de la memoria de los hombres.
Un hombre vestido con traje azul aflojó su corbata y se agarró la verga por encima de los pantalones mientras sus colegas se reían y le tiraban cacahuates y servilletas sucias.
“la verga es la verga”, insistía el licenciado.
Definitivamente era hora de marcharse. Allí ya no había nada para mí.
Pagué la cuenta y caminé sobre el eje central rumbo al metro Salto del agua.
Gente por todas partes, siempre es así en viernes de quincena.
La noche llegaba a su clímax
Para mí, había terminado.
V
Desperté tarde y con una resaca amenazante.
El Buda de cerámica apostado sobre la cabecera de la cama parecía vigilar mi sueño.
Le miré y de alguna manera agradecí su presencia en mi despertar. Su labor de vigía en mi accidentada navegación.
La luz blanca penetraba e inundaba el espacio, los plásticos de color blanco que cubren las ventanas no representan barrera alguna para el escándalo de los rayos solares.
Me incorporé para calzarme unas sandalias.
Una chamarra de mezclilla con vivos de lentejuela estaba tirada sobre el piso. Apareció la memoria.
Me llevé las manos a la nariz y comprobé el vago recuerdo.
Dentro de mis uñas, en la piel de mis dedos, en mi barbilla…, el fuerte e inconfundible olor a pañocha.
Después…, escenas de fiesta, cachondeo, diálogo incoherente, vasos servidos al tope…
Una imagen en la penumbra de mi memoria me despertó un fuerte cosquilleo en el abdomen: Olga en cuatro patas y yo lamiéndole el culo, ella gimiendo y convulsionándose de placer, yo con la verga lista para el estoque. Mientras tanto, tres dedos hacían su labor entre sus labios mojados como un chubasco.
Me cogí a Olga…, pensé mientras me dirigía a orinar.
Un chorro amarillento hizo burbujas en el excusado, cualquiera podría confundir esos miados con una cerveza clara espumosa.
Eché un poco de agua fría en mi rostro y fui a la sala.
Vasos con sobras de diferentes bebidas, olor a cigarro, cd´s fuera de sus cajas…,un desorden absoluto.
Las manos empezaron a hormiguear, la cabeza con golpecillos rítmicos en las sienes.
Todo había empezado en la casa de Luisa, una compañera del trabajo. La pollera, como le nombrábamos sin que ella lo supiera, una mujer de casi cincuenta años, gorda, por poco albina y una cara de amargura permanente.
Nos invitó a celebrar el fin del semestre en su casa, suceso inédito y por lo mismo, casi nadie faltó a la cita. El morbo por asomarnos a su privacidad fue más fuerte que el rechazo que la mayoría de los asistentes le teníamos a su persona.
Su casa está ubicada en la colonia Tabacalera, cerca del monumento a la Revolución, la heredó de sus padres. Vive sola desde hace quince años, su esposo la abandonó por su prima hermana, le han dicho que se fueron a Durango.
La mujer preparó botana para todo un ejército, carnes frías, queso, tinga, papas con rajas, además de chicharrones y cacahuates.
La reunión inició como todas aquellas en las que la anfitriona no da muestras de que le guste subirle demasiado el volumen al estéreo, ni de ver borrachos en su casa desacomodándole las figurillas de la sala y demás adornillos made in China.
Así que el copeo era discreto. La charla, enfocada a comentar cuestiones del trabajo, calificaciones, oficios, etc. Una absoluta y total pérdida de tiempo.
Al fin, una pareja inició el baile con una pieza de la Sonora de Margarita …que bellos son tus celos …, de hombre…
Fui a la mesa de las bebidas y me serví un whisky doble con hielos, apenas dejé que sudaran un poco para templar el sabor de mi bebida y me la descargué de un jalón.
¿Qué demonios estaba haciendo yo en esa ridícula reunión?
Mi vida es ya por sí misma un derrumbe absoluto e irremediable. Tener que celebrar de esa forma sería una humillación sobrada.
Tomé mi rompe vientos y salí sin despedirme de nadie. Caminé junto a un parque cercano sin saber a donde dirigir mi sed. No conocía la colonia así que pregunté a unos jóvenes que fumaban en la esquina próxima
-¿algún bar o cantina cercana?
Intercambiaron miradas y uno de ellos contestó
-Dos cuadras adelante y luego a la derecha está una cantina, se llama La Vikinga.
Agradecí con un ademán y me dirigí en la dirección señalada.
Lloviznaba ligeramente. El clima ideal para seguir empujándome unos tragos de whisky.
Ya sentado en la barra y con mi trago, el día fue tomando forma y cierto sentido.
El lugar despedía un tufo a cochambre. Las meseras eran mujeres maduras, seguramente con hijos y cesáreas de por medio. De sonrisa falsa y usando fajas para ocultar su gran vientre materno.
La celulitis asoma sobre las medias y la falda negra de tela brillosa.
Culos con experiencia, con historias de hoteles baratos y retretes con sarro.
Axilas rasuradas y olorosas a sudor de hembra.
Mujeres sin hombre en casa, con los hijos encargados. Uñas de los pies pintados sin prisa cada domingo por la mañana. Cabello con tinte, rostro con excesivo maquillaje blanco. Tetas bajo brasieres traslúcidos, apretados para el escote, carnoso par bañado en perfume.
Manos de lavandera, agrietadas, expertas en caricias, profesionales para la bragueta.
Pulseras de 14 quilates pagadas en abonos, aretes coco chanel comprados en el tianguis.
Se veía mayor, aunque dijo tener 27 años.
Un hijo de 11 y otro de 3 años.
Me había tupido al menos media botella y doce canciones en la rockola.
Me cambió monedas en un par de ocasiones. Sonreía con su cara redonda, su lunar en la mejilla derecha.
Definitivamente Olga era un nombre para ese rostro.
Iba y venía de una mesa a otra y a la barra. Le servían los tragos, intercambiamos miradas. Tarareaba mis canciones de la rockola, acomodaba su cabello, recargó sus senos en mi espalda.
Al llevarla a mi recámara la tiré de espaldas sobre la cama, ella se reía.
Levanté sus piernas y metí la nariz bajo la falda. Allí estaba su olor de vecindad, no me había equivocado.
Reía y pataleaba dulcemente. Yo olisqueaba cual rata de mercado.
Ya sin ropa toqué sus grandes nalgas, su cicatriz bajo el ombligo. Lamí sus dedos pintados de carmín, sus pantorrillas.
La puse en cuatro y abrí su pálido secreto, su gran culo.
No más risas, llegaron los gemidos y los gritos.
¿Cómo es que ha olvidado su chamarra? Tal vez quiera que volvamos a vernos.
Una segunda vez sólo puede generar promesas. Estúpidas promesas.
Este sabor a panocha dura al menos un día. En las uñas un poco más.
VI
A pesar de mis zapatos tipo bota, la humedad de los días lluviosos trepaba por mis tobillos, así que cerré la ventana del cubículo y seguí comiendo mi preparado de espagueti con atún. Una pieza de pan o unas galletas quizás hubieran logrado la completa satisfacción de mi apetito vespertino.
No había nada de malo en el sabor de mi comida, pero la apariencia dejaba mucho que desear.
Una comida decente se sirve en un plato junto con sus respectivos cubiertos, servilletas y demás. Comer directamente del tupper ware da la impresión de que estás comiendo desperdicios tal como lo hacen los perros.
Lo peor del caso no es tanto que te sientas un perro tragando lo que otros no quisieron, si no el espectáculo que ofreces cuando entra alguien sin llamar a la puerta y se sienta a contemplar tu derrota.
Sería bastante sencillo disfrazar mi bancarrota bajo pretextos tales como “estoy haciendo dieta”, “es más sano y ligero”, “mi nuevo proyecto de vida contempla un cambio en mi alimentación y sería imposible de lograr si sigo saliendo a comer a los lugares de costumbre”. Sin embargo, nadie creería dichas afirmaciones sabiendo perfectamente que el look light-cuido mi salud, nada tenía que ver con mi devoción a la carne de cerdo en todas sus presentaciones, los guisados picosos y condimentados.
¡Estoy quebrado y ya! nada de “me estoy administrando mejor”.
Sin darme cuenta, había comido ya el último bocado.
El tupper ware al fin vacío fue a parar a mi morral.
El teléfono celular colocado sobre el escritorio anunciaba con sonido lastimero la muerte próxima de su batería, miré la hora y me levanté para preparar un poco de café.
Faltaban treinta minutos para mi próxima clase.
El tema de la comida es motivo de preguntas frecuentes por parte de los estudiantes y compañeros de trabajo, desde ¿a poco sabes cocinar?, ¿que trajiste hoy?, pero si ganas muy bien ¿por que no tienes dinero?, ¡eso se ve asqueroso!, etc.
Sin embargo me he mantenido. Lo más fácil sería pagar la comida con mi tarjeta de crédito de vez en cuando para evitar este cumulo de preguntas y opiniones no solicitadas, pero una cosa tengo muy clara desde hace ya tiempo.
Soy un hombre derrotado. Por ello, no dependo ya de las apariencias y las justificaciones. La derrota te libera de toda pretensión material. Pero a cambio, sin duda, demanda disciplina.
La disciplina hace la diferencia entre el hombre derrotado y el deprimente hombre angustiado e inseguro.
Sólo gracias a ésta, es que he logrado subsistir las últimas dos semanas, a partir de un paquete de espaguetis y un par de frascos de tomate con sabor a carne. No hay necesidad de comprar botellas de agua purificada, basta llenar mi vaso en el bebedero del instituto, así apago mi sed y de allí mismo tomo el agua para preparar el café de cada día.
Cada mañana corto un octavo del melón que mantengo en refrigeración, agrego dos chorros de miel y seis cucharadas de yogurt. Una taza de té y música para acompañar.
Por la noche, un sobre de avena en 200 ml de leche barata.
Los huevos motuleños con pan, café y jugo, la carne tampiqueña con tortillas calientitas y las tortas del Corona con sus dos tarros de oscura hace meses que se fueron a la chingada…
Calma y disciplina. No hay necesidad de más.
Gracias a mi disciplina logré mantenerme de pie una mañana de diciembre afuera de la oficina de mi ex mujer por más de cuatro horas. 5 ºC y yo esperando que apareciera con el hombre que se la había llevado de casa frente a mis ojos la noche anterior, por que según ella, tenía miedo de que yo le hiciera un daño.
Con calma la vi llegar sonriente. Libre ya de la crisis que la noche anterior casi la orillaba a quitarse la vida. Eso sí, pidiendo a seguridad del edificio que no se alejara en tanto ella escuchaba lo que tenía que decirle el hombre con ojeras de insomnio.
Con calma y disciplina he sobrellevado los momentos más brutales de mi vida.
¿Qué más da comer latas de atún mientras otros se comen el cerdo completo? El sabor de la comida en gran medida depende de la calma con que masticas el bocado.
Afuera ha empezado a llover nuevamente.
El celular se sigue lamentando, pero olvidé el cargador en casa.
Esta noche, al salir del trabajo me encontraré con Carmen. Veremos una película en mi departamento y haremos el amor. Hace ya más de cuatro años que no la veo, seguro ya no es la niña de diez y nueve años que se escurría hasta mi puerta cuando faltaba a clases, con ganas de sentirse mi amante al menos por unas horas. Recuerdo la ocasión en que salimos en mi auto y el policía que abrió la puerta, nos miró con curiosidad y me saludó amablemente, ella dijo: “ha de ser padre ser el poli de tu edificio, él se entera de muchas cosas, de amantes y esas cosas…”
Mientras vemos la película platicaremos de su esposo y su pequeño hijo. Ella preguntará por lo mío y terminaremos rendidos bajo el Buda de mi cabecera.
La abrazaré por la espalda y dormiré tranquilo. Sabe que no soy el de antes, que ahora además de la cogida requiero de su espalda desnuda en mi cama. De sus pasos descalzos al amanecer y de su desvergonzado chorro de orina, sentada, mientras cepilla sus dientes.
Es hora de ir a clase, tomo mis listas, mi taza de café y un plumón rojo. Suena el celular y contesto de inmediato. “me siento muy mal, creo que me ha dado otra crisis, no me hagas suplicarte, ven por favor, es la últim…
…Solares, Marco, Días de Derrota, (Novela por entregas) Inicio… 2008.
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